La Palabra y la oración
 Por Andrew Murray

    "Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid todo lo que queréis, y os será hecho" -- Juan 15:7.

   La conexión vital entre la Palabra y la oración, es una de las más simples y de las primeras lecciones de la vida cristiana. Como lo expresó un pagano recientemente convertido al cristianismo: "Yo oro —yo le hablo a mi Padre. Yo leo —mi Padre me habla a mí". Antes de la oración está la Palabra de Dios que me prepara para ella, revelándome lo que el Padre me manda pedir. En la oración, la Palabra de Dios es la que me fortalece, concediéndole a mi fe autorización y su petición. Y después de la oración, la Palabra de Dios es la que me trae la respuesta, pues en ella el Espíritu me hace escuchar la voz del Padre.

    La oración no es un monólogo sino diálogo. La voz de Dios en respuesta a la mía, es su parte esencial. Escuchar la voz de Dios, es el secreto de la seguridad de que Él escuchará la mía. "Inclina…tu oído…y oye" (Daniel 9:18); "Escucha…mi oración" (Salmo 55:1); "Oye, pueblo mío" (Salmo 81:8), son palabras que Dios dirige al hombre tanto como el hombre a Dios. Si Él nos escucha depende de si nosotros lo escuchamos; la entrada que sus palabras descubran en mí, será la medida de la potencia de mis palabras hacia Él. Lo que son las palabras de Dios para mí, es la prueba, la manifestación de lo que Él mismo es para mí, y así también de la rectitud de mi deseo hacia Él en la oración.

    La conexión entre su Palabra y nuestra oración, es la que Jesús señala cuando dice: "Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid todo lo que queréis, y os será hecho". La profunda importancia de esta verdad, se pone claramente de manifiesto si observamos la otra expresión cuyo lugar ha sido ocupado por ésta que citamos hoy. Más de una vez, Jesús había dicho: "Permaneced en mí y yo en vosotros". Permanecer en nosotros fue el cumplimiento y la coronación de nuestra permanencia en Él. Pero aquí, en lugar de decir: "Vosotros en mí y yo en vosotros", dice "Vosotros en mí y mis palabras en vosotros". La permanencia de sus palabras, son el equivalente de la permanencia de Él.

    Qué vista se nos presenta aquí del lugar que las Palabras de Dios en Cristo tienen que ocupar en nuestra vida espiritual, y especialmente en nuestra oración. En las palabras que pronuncia un hombre, se revela él mismo. En sus promesas se entrega a sí mismo, se vincula al que las recibe. En sus mandatos, pone de manifiesto su voluntad, procura ser el maestro de aquellos cuya obediencia reclama, para guiarlos y usarlos como si fueran una parte de sí mismo. Es por medio de nuestras palabras que el espíritu mantiene comunión con el espíritu; que el espíritu de un hombre traspasa y se transfiere a otro. Es por medio de las palabras de un hombre, escuchadas y aceptadas, luego retenidas y obedecidas, que puede impartirse a otro. Pero todo esto es en un sentido muy relativo y limitado.

    Pero cuando Dios, el Ser infinito, en Quien todo es vida y poder, espíritu y verdad —en el más profundo significado de las palabras— cuando Él se proclama en sus propias palabras, en verdad se da a sí mismo, da su amor y su vida, su voluntad y su poder, a los que reciben esas palabras, y lo hace con una realidad que trasciende toda comprensión. En toda promesa, se pone a nuestro alcance para recibirle y poseerle. En todo mandamiento se pone a nuestro alcance para que participemos con Él en su voluntad, su santidad y su perfección. En su Palabra, Dios se da a nosotros. Su palabra es nada menos que el Hijo eterno, Cristo Jesús. Y así todas las palabras de Cristo son palabras de Dios, llenas de una vida y un poder divino y vivificante. "Las palabras que yo os he hablado son espíritu y son vida" (Juan 6:63).

    Los que han estudiado a los sordos y a los mudos, nos dicen cuánto depende el hablar del oir, y como a la pérdida de la facultad de oir en los niños le sigue la pérdida de la facultad de hablar también. En un sentido más vasto, también esto es exacto: según oímos, hablamos. Esto es cierto, en el sentido más alto, de nuestra comunicación con Dios. Ofrecer una oración —dar expresión a ciertos deseos y apelar a determinadas promesas— es asunto fácil y el hombre lo puede aprender mediante la sabiduría humana. Pero suplicar en el Espíritu, decir palabras que alcanzan y tocan a Dios, que afectan y ejercen influencia sobre los poderes del mundo invisible —el orar así, el hablar así— depende del todo de que oigamos nosotros la voz de Dios. En la misma proporción en que escuchamos la voz y el lenguaje en que Dios nos habla, —y en las palabras de Dios, recibimos sus pensamientos, su mente, su vida en nuestro corazón— en esa proporción aprenderemos a hablar en la voz y en el lenguaje que Dios oye. El oído del que aprende, cada mañana despertado de nuevo, es el que prepara la "lengua de sabios" (Isaías 50:4) para hablar debidamente tanto a Dios como a los hombres.

    Escuchar la voz de Dios, es algo más que el estudio meditado de la Palabra. Puede haber un estudio y un conocimiento de la Palabra y poca comunión real con el Dios viviente. Pero también existe la lectura de la Palabra, ante la misma presencia del Padre, y bajo la dirección del Espíritu, en el cual la Palabra viene a nosotros en potencia viva de Dios. Para nosotros es la voz del Padre, una comunión real y personal con Él. La voz viva de Dios es la que penetra al corazón, la que trae bendición y poder, y despierta la respuesta de una fe viva, que a su vez llega otra vez al corazón de Dios.

    Del oir esta voz, depende el poder tanto para obedecer como para creer. Lo principal no es saber lo que Dios ha dicho que tenemos que hacer, sino saber que es Dios quien nos lo dice. No es la ley, no es el libro, no es el conocimiento de lo recto, lo que obra la obediencia, sino la influencia personal de Dios y su compañerismo vivo. Y así también, no es el conocimiento de lo que Dios ha prometido, sino la presencia de Dios como el Prometedor, lo que despierta la fe y la confianza en la oración. Sólo en la completa presencia de Dios la desobediencia y la incredulidad llegan a ser imposibles.

    "Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid todo lo que queréis, y os será hecho". Vemos lo que significa esto en las palabras del propio Salvador. Tenemos que tener sus palabras dentro de nosotros, recibidas en nuestra voluntad y en nuestra vida, reproducidas en nuestra disposición y en nuestra conducta. Tenemos que tenerlas permaneciendo en nosotros. Toda nuestra vida debe ser una continua exposición de las palabras que moran allí dentro, llenándonos. Esas palabras revelan a Cristo dentro de nosotros, y nuestra vida revela a Cristo fuera de nosotros. En la proporción en que las palabras de Cristo entran en nuestro corazón, y llegan a ser nuestra vida ejerciendo su influencia sobre ella, es que nuestras palabras entrarán en el corazón de Él y ejercerán influencia sobre Él. Mi oración dependerá de mi vida: lo que las palabras de Dios son para mí y en mí, mis palabras serán para Dios y en Dios. Si yo hago lo que Dios dice, Dios hará lo que yo digo.

    ¡Cuán bien comprendieron los santos del Antiguo Testamento la conexión entre las palabras de Dios y las nuestras, y cuán real para ellos la oración, fue la respuesta amorosa a lo que Dios les había dicho! Si la palabra fuera una promesa, ellos dependían de Dios para cumplir según había dicho. "Haz conforme a lo que has dicho" (2 Samuel 7:25). "Tú, Jehová Dios, lo has dicho" (2 Samuel 7:29). "Conforme a tu palabra" (Salmo 119:169). Con tales expresiones ellos demostraban que lo que Dios decía en promesa, era la raíz y la vida de lo que ellos decían en oración. Si la palabra era un mandato, sencillamente hicieron lo que el Señor les había dicho. "Y se fue Abram, como Jehová le dijo" (Génesis 12:4). La vida de ellos fue una comunión con Dios, el intercambio de palabra y pensamiento. Lo que Dios decía, ellos lo oían y hacían. Lo que ellos decían, Dios lo oía y hacía. En cada palabra que nos dirige, el Cristo entero y completo se entrega a sí mismo para cumplir esa palabra. Y para cada palabra, Él no pide nada menos que esto: que consagremos todo nuestro humano ser para guardar esa palabra y para recibir su cumplimiento.

    "Si mis palabras permanecen en vosotros". La condición es sencilla y clara. En sus palabras se revela su voluntad. Si sus palabras permanecen en mí, su voluntad me gobierna. Mi voluntad se convierte en el cántaro vacío que su voluntad llena, en el instrumento voluntario que su voluntad maneja. Él llena todo mi ser interior. En el ejercicio de la obediencia y la fe, mi voluntad sigue fortaleciéndose siempre, y se desarrolla en una armonía interior más profunda con Él. Él se puede fiar absolutamente de mi voluntad, en el sentido de no desear nada, salvo lo que Él desea. Él no teme dar la promesa: "Si…mis palabras permanecen en vosotros, pedid todo lo que queréis, y os será hecho". Para todos los que la creen, y obran de acuerdo a ella, Él hará que esa declaración llegue a ser literalmente verdadera.

    Discípulos de Cristo, ¿no se vuelve cada vez más y más claramente visible que mientras hemos estado excusando nuestras oraciones no contestadas, nuestra impotencia en la oración, con una imaginada sumisión a la sabiduría y la voluntad de Dios, la razón real es que nuestra propia vida débil y floja ha sido la causa de la pobreza de nuestras oraciones? Nada podrá hacer que los hombres sean fuertes, sino la palabra que viene a nosotros de la boca de Dios. Por ella tenemos que vivir. Es la palabra de Cristo, amada, viva, permaneciendo en nosotros, la que llega a ser por medio de la obediencia y la acción, una parte de nuestro ser, que nos hace uno con Cristo, que nos habilita espiritualmente para ponernos en contacto con Dios, y para asirnos de Él. "Y el mundo pasa, y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre" (1 Juan 2:17). ¡Oh, entreguemos corazón y vida a las palabras de Cristo, a las palabras en que Él siempre se da a sí mismo, como el Salvador personal y vivo, y su promesa será nuestra rica experiencia: "Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid todo lo que queréis, y os será hecho".

"¡Señor, enséñanos a orar!"

    Bendito Señor, tú lección de este día me ha revelado otra vez mi propia insensatez. Veo la razón del por qué mi oración no ha sido de más fe y más prevaleciente. Estuve más ocupado en hablarte a ti que de tu hablarme a mí. No comprendí que el secreto de la fe consiste en esto: puede haber solamente tanta fe como hay Palabra viviente morando en el alma.

    Y tu Palabra me ha enseñado con tanta claridad: "Todo hombre sea pronto para oir, tardo para hablar" (Santiago 1:19). "No te des prisa con tu boca, ni tu corazón se apresure a proferir palabra delante de Dios" (Eclesiastés 5: 2). Señor, enséñame que es sólo con tu palabra recibida en mi vida, que mis palabras pueden ser recibidas en tu corazón; que tu palabra, si fuera una potencia viva dentro de mí, será una potencia viva contigo. Lo que tu boca ha declarado, tu mano lo cumplirá.

    Señor, sálvame del oído no circuncidado. Dame el oído abierto del que aprende, despertado cada mañana para oir la voz del Padre. Así como tú sólo hablabas lo que oías, sea mi hablar el eco de tu hablar conmigo. "Y cuando entraba Moisés en el tabernáculo de reunión, para hablar con Dios, oía la voz que le hablaba de encima del propiciatorio" (Números 7:89). Señor, que sea así en mi experiencia, también. Sean mi vida y carácter, una vida y carácter que lleven sobre sí esta sola señal, que tus palabras permanezcan y sean vistas en ella, y sea esta la preparación para toda la plenitud de esa bendición: "Pedid todo lo que queréis, y os será hecho".

    —Amén.