Capítulo XVI (Parte II)

Persecuciones en Inglaterra durante el reinado de la reina María

La vida y conducta del doctor Rowland Taylor de Hadley

El doctor Rowland Taylor, vicario de Hadley, en Suffolk, era hombre de eminente erudición, y había sido admitido al grado de doctor de ley civil y canónica.

Su adhesión a los principios puros e in corrompidos del cristianismo lo recomendaron al favor y a la amistad del doctor Cranmer, arzobispo de Canterbury, con quien vivió mucho tiempo, hasta que por medio de su interés obtuvo la vicaría de Hadley.

No sólo su palabra les predicaba, sino que toda su vida y conversación era un ejemplo de vida cristiana no fingida y de verdadera santidad. Estaba exento de soberbia; era humilde y gentil como un niño, de modo que nadie era tan pobre que no pudiera recurrir a él como a un padre, con toda libertad; y su humildad no era infantil o cobarde, sino que, cuando la ocasión lo demandaba y el lugar lo precisaba, era firme en reprender el pecado y a los pecadores. Nadie era demasiado rico para que él no fuera a reprende ríes claramente por sus faltas, con reprensiones tan solemnes y graves como convenían a un buen cura y pastor. Era un hombre muy gentil, sin rencor ni resentimientos ni mala voluntad hacia nadie; estaba siempre dispuesto a hacer el bien a todos; perdonaba bien dispuesto a sus enemigos, y nunca intentó hacer a nadie daño alguno.

Era, para los pobres que eran ciegos, cojos, que estaban enfermos, echados en el lecho de dolor, o que tenían muchos hijos, un verdadero padre, un protector solícito, y un proveedor diligente, de manera que hizo que los fieles hicieran un fondo general para ellos; y él mismo (además del alivio continuo que siempre encontraban en su casa) daba una porción digna cada año al cepillo de las ofrendas comunes. Su mujer era también una matrona honrada, discreta y sobria, y sus hijos estaban bien educados, criados en el temor de Dios y en una buena instrucción.

Era buena sal de la tierra, con un sano mordiente para las formas corrompidas de los malvados; luz en la casa de Dios, puesta en un candelero para que lo imitaran y siguieran todos los hombres buenos.

Así continuó este buen pastor entre su grey, gobernándolos y conduciéndolos a través del desierto de este malvado mundo, todos los días de aquel santo e inocente rey de bendita memoria, Eduardo VI. Pero a su muerte, y a la accesión de la Reina María al trono, no escapó a la negra nube que se abatió también sobre tantos; porque dos miembros de su parroquia, un abogado llamado Foster, y un comerciante llamado Claik, guiados por un ciego celo, decidieron que se celebrara la Misa, con todas sus formas de superstición, en la iglesia parroquial de Hadley, el lunes antes de la Pascua. El doctor Taylor, entrando en la iglesia, lo prohibió estrictamente; pero Clark echó al Doctor fuera de la iglesia, celebró la Misa e inmediatamente informó al Lord Canciller, obispo de Winchester, de su conducta, el cual lo llamó a comparecer y a dar respuesta a las acusaciones que se hacían contra él.

El doctor, al recibir el llamamiento, se preparó bien dispuesto para obedecerlo, rechazando el consejo de sus amigos para que huyera al otro lado del mar. Cuando Gardiner vio al doctor Taylor, lo injurió, según era su hábito. El doctor Taylor escuchó los insultos con paciencia, y cuando el obispo le dijo: «¿Cómo te atreves a mirarme a la cara? ¿No sabes quien soy yo?», el doctor Taylor le contestó: «Sois Stephen Gardiner, obispo de Winchester, y Lord Canciller, pero sois sólo un hombre mortal. Pero si yo hubiera de temer vuestra señorial apariencia, ¿por qué no teméis vosotros a Dios, el Señor de todos nosotros? ¿Con qué rostro apareceréis ante el tribunal de Cristo, y responderéis del juramento que hicisteis primero al Rey Enrique VIII, y después a su hijo el Rey Eduardo VI?»

Siguió una larga conversación, en la que el doctor Taylor habló tan mesurada y severamente a su antagonista que éste exclamó: «¡Eres un blasfemo hereje! ¡En verdad blasfemas contra el bendito Sacramento (y aquí se quitó el capelo) y hablas en contra de la santa Misa, que es constituida sacrificio por los vivos y los muertos! » después, el obispo lo entregó al tribunal real.

Cuando el doctor Taylor llegó allí, encontró al virtuoso y diligente predicador de la Palabra de Dios que era el señor Bradford, el cual igualmente dio gracias a Dios por darle tal buen compañero de prisión; y ambos juntos alabaron a Dios, y persistieron en oración, en la lectura, y en exhortarse mutuamente.

Después que el doctor Taylor estuvo un tiempo en la cárcel, fue citado para comparecer bajo las arcadas de la iglesia de Bow.

Condenado, el doctor Taylor fue enviado a Clink, y los guardas de aquella cárcel recibieron orden de tratarlo mal. Por la noche fue llevado a Poultry Compter.

Cuando el doctor Taylor hubo permanecido en Compter alrededor de una semana, el cuatro de febrero llegó Bonner para degradarlo, llevando consigo ornamentos pertenecientes a la comedia de la misa; pero el Doctor rehusó aquellos disfraces, que finalmente le fueron puestos a la fuerza.

La noche después de ser degradado, su mujer lo visitó con su siervo John Hull y con su hijo Thomas, y por la bondad de los carceleros pudieron cenar con él.

Después de cenar, andando arriba y abajo, dio gracias a Dios por Su gracia, que le había dado fortaleza para mantenerse en Su santa Palabra. Con lágrimas oraron juntos, y se besaron. A su hijo Thomas le dio un libro latino que contenía los dichos notables de los antiguos mártires, y al final del mismo escribió su testamento: «Digo a mi esposa y a mis hijos: El Señor me dio a vosotros, y el Señor me ha quitado de vosotros y a vosotros de mí: ¡Bendito sea el nombre del Señor! Creo que son bienaventurados los que mueren en el Señor. Dios se cuida de los pajarillos, y cuenta los cabellos de nuestras cabezas. Le he encontrado a Él más fiel y favorable que pueda serlo ningún padre o marido. Por ello, confiad en Él por medio de los méritos de nuestro amado Salvador Cristo; creed en El, amadle, temedle y obedecedle. Orad a Él, porque Él ha prometido ayudar. No me consideréis muerto, porque ciertamente viviré y nunca moriré. Voy delante, y vosotros me seguiréis después, a nuestro eterno hogar.»

Por la mañana, el alguacil de Londres y sus oficiales fue a Compter a las dos de la madrugada, y se llevó al doctor Taylor, y sin luz alguna lo llevó a Woolsack, un mesón fuera de las murallas cerca de Aldgate. La mujer del doctor Taylor, que sospechaba que aquella noche se llevarían a su marido, había estado vigilando en el porche de la iglesia de St. Botolph, junto a Aldgate, teniendo a sus dos hijas consigo, una, Elizabet, que tenía trece años (la cual, dejada huérfana de padre y madre, la había adoptado el doctor Taylor desde los tres años de edad), y la otra, María, hija camal del doctor Taylor.

Ahora, cuando el alguacil y su grupo llegaron frente a la iglesia de St. Botolph, Elizabet gritó, diciendo: «¡Padre querido! ¡Madre, madre, allí se están llevado a mi padre!» Entonces la mujer gritó: Rowland, Rowland, ¿dónde estás?, porque era una mañana sumamente oscura, y no podían verse bien unos a otros. El doctor Taylor contestó: «Querida esposa, estoy aquí», y se detuvo. Los hombres del alguacil lo habían empujado para hacerle proseguir el camino, pero el alguacil dijo: «Deteneos un poco, señores, os ruego, y dejadle hablar con su mujer»; entonces se detuvieron.

Entonces ella se acercó a él, y él tomó a su hija María en sus brazos; y él, su mujer y Elizabet se arrodillaron y oraron la Oración del Señor, ante lo que el alguacil lloró abiertamente, como también varios otros de la compañía. Después de haber orado, se levantó y besó a su mujer, y le dio la mano, diciéndole: «Adiós, mi querida esposa; aliéntate, porque tengo la conciencia en paz. Dios suscitará un padre para mis hijas.»

A todo lo largo del camino, el doctor Taylor estuvo gozoso y feliz, como disponiéndose a ir al banquete o fiesta de bodas más esplendorosa. Les dijo cosas muy notables al alguacil y a los caballeros de la guardia que le llevaban, y a menudo los movió a lágrimas, con sus fervientes llamamientos al arrepentimiento y a enmendar sus vidas malas y perversas. Otras varias veces los hizo asombrar y gozarse, al verlo tan constante y firme, carente de temor, gozoso de corazón, y feliz de morir.

Cuando llegó a Aldham Common, el lugar donde debía sufrir, al ver tanta multitud reunida, preguntó: «¿Cuál es este lugar, y para qué se ha reunido tanta gente aquí?» Le respondieron: «Este lugar se llama Aldham Common, el lugar donde debes sufrir; y esta gente ha venido a contemplarte” Entonces él dijo: «¡Gracias a Dios, ya casi estoy en casa», y desmontó de su caballo, y con ambas manos se arrancó el capuchón de la cabeza.

Su cabello había sido rapado y recortado como se cortaba el cabello a los locos, y el costo de esto lo había sufragado el buen obispo Bonner de su propio bolsillo. Pero cuando el pueblo vio su reverendo y anciano rostro, con una larga barba blanca, prorrumpieron todos en lágrimas, llorando y clamando: «¡Dios te salve, buen doctor Taylor! ¡Que Jesucristo te fortalezca y te ayude! ¡Que el Espíritu Santo te conforte!», y otros buenos deseos parecidos.

Cuando hubo orado, fue a la estaca y la besó, y entró en un barril de brea que habían puesto para que se metiera en él, y se puso de pie dándole la espalda a la estaca, con las manos plegadas juntas, y los ojos al cielo, y orando de continuo.

Luego le ataron con las cadenas, y habiendo puesto la leña, uno llamado Warwick le echó cruelmente una gavilla de leña encima que le golpeó en la cabeza y le cortó el rostro, de manera que le manó la sangre. Entonces le dijo el doctor Taylor: «Amigo, ya tengo suficiente daño; ¿para qué esto?»

Sir John Shelton estaba cerca mientras el doctor Taylor hablaba, y al decir el Salmo Miserere en latín, le golpeó en los labios: «Granuja,» le dijo, «habla en latín: te obligaré.» Al final encendieron el fuego, y el doctor Taylor, levantando ambas manos, clamando a Dios, dijo: «¡Misericordioso Padre del cielo! ¡Por causa de Jesucristo, mi Salvador, recibe mi alma en tus manos!» Así se quedó entonces sin gritar ni moverse, con las manos juntas, hasta que Soyce le hirió en la cabeza con una alabarda hasta que se derramaron sus sesos y el cadáver cayó dentro del luego.

Así entregó este hombre de Dios su bendita alma en manos de su misericordioso Padre, y a su amadísimo Salvador Jesucristo, a quien amó tan enteramente, y había predicado tan fiel y fervorosamente, siguiéndole obedientemente en su vida, y glorificándole constantemente en su muerte.

El martirio de William Hunter había sido instruido en las doctrinas de la Reforma desde su más tierna infancia, descendiendo de padres religiosos que le instruyeron solícitamente en los principios de la verdadera religión.

Hunter, que tenía entonces diecinueve años, rehusó recibir la comunión en la Misa, y fue amenazado con ser llevado delante del obispo, ante quien este valiente joven mártir fue llevado por un policía.

Bonner hizo llevar a William a una sala, y allí comenzó a razonar con él, prometiéndole seguridad y perdón si se retractaba. Incluso se habría contentado con que fuera sólo a recibir la comunión y a la confesión, pero William no estaba dispuesto a ello ni por todo el mundo.

Por esto, el obispo ordenó a sus hombres que pusieran a William en el cepo en su casa en la puerta, donde quedó dos días y dos noches, con sólo una corteza de pan negro y un vaso de agua, que él ni tocó.

Al final de los dos días, el obispo fue a él, y hallándolo firme en su fe, lo envió a la cárcel de convictos, ordenando al carcelero que le cargara de tantas cadenas como pudiera llevar. Quedó en la prisión por nueve meses, durante los que compareció cinco veces ante el obispo, además de la ocasión en que fue condenado en el consistorio en San Pablo, el 9 de febrero, ocasión en la que estuvo presente su hermano Robert Hunter.

Entonces el obispo llamó a William, y le preguntó si estaba dispuesto a retractarse, y al ver que permanecía inamovible, pronunció sentencia contra él de que debía ir desde aquel lugar a Newgate por un tiempo, y luego a Brentwood, para ser quemado allí.

Al cabo de un mes, William fue enviado a Brentwood, donde iba a ser ejecutado. Al llegar a la estaca, se arrodilló y leyó el Salmo Cincuenta y Uno, hasta que llegó a estas palabras: «Los sacrificios de Dios son el espíritu quebrantado: Al corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios.» Firme en rehusar el perdón de la reina si apostataba, finalmente un alguacil llamado Richard Ponde acudió y le apretó una cadena alrededor de él.

William echó ahora su salterio en manos de su hermano, que le dijo: «William, medita en la santa pasión de Cristo, y no temas a la muerte.» «He aquí,» respondió William, «no tengo miedo.» Luego levantó sus manos al cielo, y dijo: «Señor, Señor, Señor, recibe mi espíritu», e inclinando la cabeza hacia el asfixiante humo, entregó su vida por la verdad, sellándola con su sangre para alabanza de Dios.

El Doctor Robert Farrar

Este digno y erudito prelado, obispo de St. David's en Gales, se había mostrado muy celoso en el anterior reino, como también desde la accesión de María, en impulsar las doctrinas reformadas y en denunciar los errores de la idolatría papista, y fue llamado, entre otros, para comparecer ante el perseguidor obispo de Winchester y otros comisionados designados para esta abominable obra de devastación y matanza.

Sus principales acusadores y perseguidores, sobre una acusación de traición a la corona durante el reinado de Eduardo VI, fueron su criado George Constantine Walter; Thomas Young, chantre de la catedral y después obispo de Bangor, etc. el doctor Farrar respondió capazmente a las copias de la denuncia que le dieron, consistente en cincuenta y seis artículos. Todo el proceso judicial fue largo y tedioso. Hubo retraso tras retraso, y después que el doctor Farrar hubiera estado injustamente detenido en custodia, bajo el reinado del Rey Eduardo, porque había sido ascendido por el duque de Somerset, por lo que después de su caída encontró menos amigos para apoyarle en contra de los que querían su obispado al llegar la Reina María, fue acusado e interrogado no por cuestión alguna de traición, sino por su fe y doctrina; por este motivo fue hecho comparecer ante el obispo de Winchester con el Obispo Hooper, y los señores Rogers, Bradford, Saunders, y otros el 4 de febrero de 1555; aquel mismo día también habría sido condenado con ellos, pero su condena fue aplazada, y fue enviado de nuevo a la cárcel, donde continuó hasta el 14 de febrero, siendo después enviado a Gales a recibir la sentencia. Fue seis veces hecho comparecer delante de Henry Morgan, obispo de St. David's, que le pidió que abjurara; esto lo rechazó lleno de celo, apelando al cardenal Pole; a pesar de esto, el obispo, lleno de ira, lo declaró hereje incomunicado, y lo entregó al brazo secular.

El doctor Farrar, condenado y degradado, fue no mucho tiempo después llevado al lugar de ejecución en la ciudad de Carmathen, en cuyo mercado, al sur de la cruz del mercado, sufrió con gran entereza los tormentos del fuego el 30 de marzo de 1555, que era el sábado antes del Domingo de Pasión.

Acerca de su constancia, se dice que un tal Richard Jones, hijo de un caballero del rey, se acercó al doctor Farrar poco antes de su muerte, pareciendo lamentar el dolor de la muerte que iba a sufrir; el obispo le respondió que si le veía una vez agitarse en los dolores de su suplicio, podría entonces no dar crédito a su doctrina; y lo que dijo lo mantuvo, quedándose imperturbable, hasta que un tal Richard Graveil lo abatió con un garrote.

El martirio de Rawlins White

Rawlins White era pescador de vocación y ocupación, y vivió y se mantuvo de esta profesión por espacio de veinte años al menos, en la ciudad de Cardiff, donde tenía buena reputación entre sus vecinos.

Aunque este buen hombre carecía de instrucción, y era además muy sencillo, le plugo a Dios quitarlo del error de la idolatría y llevarlo al conocimiento de la verdad, por medio de la bendita Reforma en el reinado de Eduardo. Hizo que enseñaran a su hijo a leer el Inglés, y después que el pequeño pudo leer bastante bien, su padre le hacia leer cada día una porción de las Sagradas Escrituras, y de vez en cuando alguna parte de un buen libro.

Tras haberse mantenido en esta confesión por cinco años, murió el Rey Eduardo, y a su muerte accedió la Reina Maria, y con ella se introdujeron toda clase de supersticiones. White fue apresado por los oficiales de la ciudad como sospechoso de herejía, llevado ante el obispo Llandaff, y encarcelado en Chepstow, y al final llevado al castillo de Cardiff, donde estuvo por espacio de un año entero. Llevado ante el obispo en su capilla, le aconsejó a que se retractara, combinando promesas y amenazas. Pero como Rawlins no estaba dispuesto a retractarse de sus creencias, el obispo le dijo llanamente que debería proceder contra él por ley, y condenarlo como hereje.

Antes de pasar a esta extremidad, el obispo propuso que se hiciera oración por su conversión. «Esta es,» dijo White, «una actuación digna de un obispo digno, y si vuestra petición es piadosa y recta, y oráis como debéis, es indudable que Dios os oirá; orad, pues, a vuestro Dios, y yo oraré a mi Dios.» Cuando el obispo y su grupo terminaron sus oraciones, le preguntó ahora a Rawlins si estaba dispuesto a retractarse. «Veréis,» dijo él, «que vuestra oración no os ha sido concedida, porque yo permanezco igual que antes; y Dios me fortalecerá en apoyo de Su verdad.» Después el obispo probo cómo iría diciendo Misa, pero Rawlins llamó a toda la gente como testigos de que él no se inclinaba ante la hostia. Terminada la Misa, Rawlins fue llamado de nuevo, y el obispo empleó muchas persuasiones, pero el bienaventurado hombre se mantuvo tan firme en su anterior confesión que de nada sirvieron los razonamientos del obispo. Entonces el obispo hizo que se leyera su sentencia definitiva, y al acabarse la lectura Rawlins fue llevado de nuevo a Cardiff, a una abominable cárcel de la ciudad llamada Cockmarel, donde pasó el tiempo en oración y cantando salmos. Al cabo de unas tres semanas llegó la orden desde la ciudad para que fuera ejecutado.

Cuando llegó al lugar, donde su pobre mujer e hijos estaban de pie llorando, la súbita contemplación de ellos traspasó de tal manera su corazón que las lágrimas bañaron su rostro. Llegando al altar de su sacrificio, yendo hacia la estaca se arrodilló, y besó la tierra; levantándose de nuevo le había quedado algo de tierra pegada a la cara, y dijo estas palabras: «Tierra a la tierra, y polvo al polvo; tú eres mi madre, y a ti volveré.»

Cuando todas las cosas estuvieron dispuestas levantaron una tarima frente a Rawlins White, directamente delante de la estaca, a la que subió un sacerdote, que se dirigió al pueblo, pero, mientras hablaba de la doctrina romanista de los Sacramentos, Rawlins gritó: «¡Ah, hipócrita blanqueado! ¿Presumes tú de demostrar tu falsa doctrina por la Escritura? Mira lo que dice el texto que sigue: ¿Acaso no dijo Cristo, «Haced esto en memoria de mí»?»

Entonces algunos de los que estaban junto a él gritaron: « ¡Prended el fuego, prended el fuego!» Hecho esto, la paja y las cañas dieron una grande y súbita llamarada. En esta llama este buen hombre bañó durante largo tiempo su mano, hasta que los tendones se encogieron y la grasa se deshizo, excepto por un momento en que hizo como si se enjugara la cara con una de ellas. Todo este tiempo, que se prolongó bastante, clamó con fuerte voz: «¡Oh Señor, recibe mi espíritu!» hasta que ya no pudo abrir la boca. Finalmente, la violencia del fuego fue tal contra sus piernas que quedaron consumidas casi antes que el resto de su cuerpo fuera dañado, lo que hizo que todo el cuerpo cayera sobre las cadenas al fuego antes de lo que hubiera sido normal. Así murió este buen hombre por su testimonio de la verdad de Dios, y ahora está indudablemente recompensado con la corona de la vida eterna.

El Rev. George Marsh

George Marsh nació en la parroquia de Deane, en el condado de Lancaster, recibiendo una buena educación y oficio de sus padres; a los veinticinco años contrajo matrimonio, y vivió en su granja, con la bendición de varios hijos, hasta que su mujer murió. Luego fue a estudiar a Cambridge, y vino a ser capellán del Rev. Lawrence Saunders, y en este puesto expuso de manera constante y llena de celo la verdad de la Palabra de Dios y las falsas doctrinas del moderno Anticristo.

Encerrado por el doctor Coles, obispo de Chester, bajo arresto domiciliario, quedó impedido de la relación con sus amigos durante cuatro meses. Sus amigos y su madre le rogaban insistentemente que huyera «de la ira venidera»; pero el señor Marsh pensaba que un pasó así no sería coherente con la profesión de fe que había mantenido abiertamente durante nueve años. Sin embargo, al final huyó ocultándose, pero tuvo muchas luchas, y en oración secreta rogó que Dios lo condujera, por medio del consejo de sus mejores amigos, para Su propia gloria y para hacer lo que mejor fuera. Al final, decidido, por una carta que había recibido, a confesar abiertamente la fe de Cristo, se despidió de su suegra y otros amigos, encomendando sus hijos a los cuidados de ellos, y se dirigió a Smethehills, desde donde fue llevado, junto con otros, a Latbum, para sufrir interrogatorio ante el conde de Derby, Sir William Nores, el señor Sherbum, el párroco de Grapnal y otros. Contestó con buena conciencia las varias preguntas que le hicieron, pero cuando el señor Sherburn le interrogó acerca de su creencia en el Sacramento del altar, el señor Marsh respondió como un verdadero protestante que la esencia del pan y del vino no cambiaba en absoluto; así, después de recibir terribles amenazas de parte de unos y buenas palabras de parte de otros por sus opiniones, fue llevado bajo custodia, durmiendo dos noches sin cama alguna.

El Domingo de Ramos sufrió un segundo interrogatorio, y el señor Marsh lamentó mucho que su temor le hubiera inducido a prevaricar y a buscar su seguridad mientras no negara abiertamente a Cristo; y otra vez clamó con más fervor a Dios pidiéndole fuerzas para no ser abrumado por las sutilezas de aquellos que trataban de derribar la pureza de su fe. Sufrió tres interrogatorios delante del doctor Coles, quien, hallándolo firme en la fe protestante, comenzó a leer su sentencia; pero éste fue interrumpido por el canciller, que le rogó al obispo que se detuviera antes que fuera demasiado tarde. El sacerdote oró entonces por el señor Marsh, pero éste, al pedírsele otra vez que se retractara, dijo que no osaba negar a su Salvador Cristo, para no perder Su misericordia eterna y sufrir así la muerte sempiterna. Entonces el obispo pasó a leer la sentencia. Fue enviado a una tenebrosa mazmorra, y se vió privado de toda consolación (porque todos temían aliviarlo o comunicarse con él) hasta el día señalado en el que debía sufrir. Los alguaciles de la ciudad, Amry y Couper, con sus oficiales, acudieron a la puerta del norte, y se llevaron al señor George Marsh, que anduvo todo el camino con el Libro en su mano, mirando al mismo, por lo que la gente decía: «Este hombre no va a su muerte corno ladrón, ni como alguien que merezca morir.»

Cuando llegó al lugar de la ejecución fuera de la ciudad, cerca de SpittalBoughton, el señor Cawdry, chambelán diputado de Chester, le mostró al señor Marsh un escrito bajo un gran sello, diciéndole que era un perdón para él si se retractaba. Él respondió que lo aceptaría gustoso si no era su intención apartarlo de Dios.

Después de esto comenzó a hablar a la gente, mostrando cuál era la causa de su muerte, y hubiera querido exhortar a la gente a adherirse a Cristo, pero uno de los alguaciles se lo impidió. Arrodillándose entonces, dijo sus oraciones, se quitó la ropa hasta quedar en la camisa, y fue encadenado al poste, teniendo varios haces de leña bajo él, y algo hecho a modo de un barrilete, con brea y alquitrán, para echar sobre su cabeza. Al haberse preparado mal la hoguera, y barriéndolo el aire en círculos, sufrió atrozmente, pero lo soportó con entereza cristiana.

Después de haber estado largo tiempo atormentado en el fuego sin moverse, con su carne tan asada e hinchada que los que estaban delante de él no podían ver la cadena con que había sido atado, suponiendo por ello que ya estaba muerto, de repente extendió sus brazos, diciendo: «¡Padre celestial, ten misericordia de mí! » y así entregó su espíritu en manos del Señor. Con esto, muchos de entre la gente decían que era un mártir y que había muerto con una gloriosa paciencia. Esto llevó poco después al obispo a dar un sermón en la catedral, en el que afirmaba que el dicho «Marsh era un hereje, quemado como tal, y es un ascua en el infierno.» El señor Marsh sufrió el 24 de abril de 1555.

William Flower

William Flower, también conocido como Branch, nació en Snow-hill, en el condado de Cambridge, donde fue a la escuela durante algunos años, y luego fue a la abadía de Ely. Después de haber permanecido allí un tiempo, profesó como monje, fue hecho sacerdote en la misma casa, y allí celebró y cantó la Misa. Después de ello, por acción de una visitación, y por ciertas órdenes emanadas de la autoridad de Enrique VIII, adoptó el hábito de un sacerdote secular, y volvió a Snow-hill, donde había nacido, y enseñó a niños durante medio año.

Luego se fue a Ludgate, en Suffolk, donde sirvió como sacerdote secular durante unos tres meses; de allí se dirigió a Stoniland, luego a Tewksbury, donde contrajo matrimonio, continuando luego siempre de manera fiel y honesta con aquella mujer. Después de casarse permaneció en Tewksbury unos dos años, y de allí se fue a Brosley, donde practicó la medicina y la cirugía; pero apartándose de aquellos lugares se fue a Londres, y finalmente se instaló en Lambeth, donde él y su mujer convivieron. Sin embargo, estaba generalmente fuera, excepto una o dos veces al mes para visitar y ver a su mujer. Estando en su casa un domingo de pascua por la mañana, pasó el río desde Lambeth a la Iglesia de St. Margaret en Wesminster; al ver allí a un sacerdote llamado John Celtham que administraba y daba el Sacramento del altar al pueblo, y sintiéndose grandemente ofendido en su conciencia contra el sacerdote por aquello, lo golpeó e hirió en la cabeza, y también en el brazo y en la mano, con su cuchillo para madera, teniendo en aquel momento el sacerdote un cáliz con la hostia consagrada en él, que quedó rociada con sangre.

Por su atolondrado celo, el señor Flower fue pesadamente encadenado y puesto en la casa de la puerta de Westminster, y luego hecho comparecer ante el obispo Bonner y su ordinario; el obispo, tras haberle juramentado sobre un Libro, lo sometió a acusaciones e interrogatorio.

Después del interrogatorio, el obispo comenzó a exhortarle a volver a la unidad de su madre la Iglesia Católica, con muchas buenas promesas. Pero al rechazarlas firmemente el señor Flower, el obispo le ordenó que compareciera en aquel mismo lugar por la tarde, y que entre tanto meditara bien su anterior respuesta; pero al no excusarse él por haber golpeado al sacerdote ni vacilar en su fe, el obispo le asignó el día siguiente, 20 de abril, para recibirla sentencia, si no se retractaba. A la mañana siguiente, el obispo pasó entonces a leerle la sentencia, condenándolo y excomulgándolo como hereje, y después de pronunciarlo degradado, lo entregó al brazo secular.

El 24 de abril, en la víspera de San Marcos, fue llevado al lugar de su martirio, en el patio de la iglesia de St. Margaret, en Westminster, donde había sido cometido el hecho; llegando a la estaca, oró al Dios Omnipotente, hizo confesión de su fe, y perdonó a todo el mundo.

Hecho esto, sostuvieron su mano contra la estaca, y fue cortada de un golpe, y le ataron la mano izquierda detrás. Luego le prendieron fuego, y quemándose en él, clamó con voz fuerte: «¡Oh, Tú, Hijo de Dios, recibe mi alma!» tres veces. Quedando sin voz, dejó de hablar, pero levantó su brazo mutilado con el otro todo el tiempo que pudo.

Así soportó el tormento del fuego, siendo cruelmente torturado, porque habían puesto pocos haces, y siendo insuficientes para quemarlo, tuvieron que abatirlo tendiéndolo en el fuego, donde, echado sobre tierra, su parte inferior fue consumida en el fuego, mientras que su parte superior quedaba poco dañada, y su lengua se movió en su boca durante un tiempo considerable.