Capítulo XVI (Parte VII)

Persecuciones en Inglaterra durante el reinado de la reina María

El Rev. John Rough

Este piadoso mártir era escocés. A los diecisiete años entró a formar parte de la orden de los Frailes Negros en Stirling, en Escocia. Había sido excluido de una herencia por sus amigos, y tomó este paso como venganza por la conducta de ellos. Después de haber estado allá dieciséis años, sintiendo simpatía por él Lord Hamilton, conde de Arran, el arzobispo de St. Andrews indujo al provincial de la casa a que dispensara de su hábito y orden; y así vino a ser el capellán del conde. Permaneció en este empleo espiritual durante un año, y en aquel tiempo Dios lo llevó al conocimiento salvador de la verdad; por esta razón el conde lo envió a predicar en la libertad de Ayr, donde quedó por cuatro años; pero al ver que se cernía el peligro debido a las características religiosas de la época, y sabiendo que había mucha libertad para el Evangelio en Inglaterra, se dirigió al duque de Somerset, entonces Lord Protector de Inglaterra, que le concedió un salario anual de veinte libras, y le autorizó a predicar en Carlisle, Berwick, y en Newcastle, donde se casó. Fue luego enviado a una rectoría en Hull, donde permaneció hasta la muerte de Eduardo VI.

Como consecuencia de la marea de persecución que entonces se abatía, huyó con su mujer a Frisia, y a Nordon, donde se ocuparon en tejer medias, gorros, etc., para ganarse la vida. Estorbados en esta actividad por falta de materiales, se llegó a Inglaterra para procurarse una cantidad, y el 10 de noviembre llegó a Londres, donde pronto supo de una sociedad secreta de fieles, a la que se unió, y de la que pronto fue escogido ministro, ocupación en la que los fortaleció en toda buena resolución.

El 12 de diciembre, por denuncia de uno llamado Taylor, miembro de la sociedad, fue apresado un miembro de la sociedad, llamado Rough, con Cuthbert Symson y otros, en Saracen's Head, Islington, donde celebraban sus servicios religiosos bajo la cubierta de ir a ver una función. El vice-chambelán de la reina llevó a Rough y a Symson ante el Consejo, en presencia del cual fueron acusados de reunirse para celebrar la Comunión. El Consejo escribió a Bonner, y éste no perdió el tiempo en este sanguinario asunto. En tres días lo tuvo delante de él, y al siguiente (el veinte) decidió condenarlo. Las acusaciones en contra de él era que siendo sacerdote estaba casado, y que había rechazado el servicio en lengua latina. Rough no carecía de argumentos para contestar a estas endebles acusaciones. En resumen, fue degradado y condenado.

Se debería observar que el señor Rough, cuando estaba en el norte, había salvado la vida al doctor Watson durante el reinado de Eduardo, y éste estaba sentado con el Obispo Bonner en el tribunal. Este ingrato prelado, como recompensa por la bondad recibida, acusó abiertamente al señor Rough de ser el más pernicioso hereje del país. El piadoso ministro lo reprendió por mostrar un espíritu tan malicioso; afirmó que durante sus treinta años de vida nunca había doblegado la rodilla ante Baal; y que dos veces en Roma había visto al Papa llevado a hombros de hombres con el falsamente llamado Sacramento delante de él, presentando una verdadera imagen del mismísimo Anticristo; y que sin embargo le mostraban más reverencia a él que a la hostia, que ellos consideraban su Dios. «¡Ah!», le dijo Bonner, levantándose y dirigiéndose a él, como si le quisiera desgarrar las ropas. «¿Has estado en Roma, y visto a nuestro santo padre el Papa, y le blasfemas de esta manera?» Dicho esto, se lanzó sobre él, le desgarró un trozo de la barba, y para que el día comenzara para satisfacción suya, ordenó que el objeto de su ira fuera quemado a las cinco media de la siguiente mañana.

Cuthbert Symson

Pocos confesores de Cristo exhibieron más actividad y celo que esta excelente persona. No sólo trabajó por preservar a sus amigos del contagio del papismo, sino que también se esforzó por guardarlos de los terrores de la persecución. Era diácono de la pequeña congregación sobre la que presidía como ministro el señor Rough.

El señor Symson ha escrito una narración de sus propios sufrimientos, que no puede detallar mejor que en sus propias palabras.

«El trece de diciembre de 1557 fue enviado por el Consejo a la Torre de Londres. Al siguiente jueves fui llamado al cuerpo de guardia delante del alcalde de la Torre y del archivero de Londres, el señor Cholmly, que me mandaron que les diera los nombres de los que acudían al servicio en inglés. Les contesté que no iba a declarar nada, y como consecuencia de mi rechazo me pusieron sobre un potro de tormento de hierro, me parece que por espacio de tres horas.

»Luego me preguntaron si estaba dispuesto a confesar; les respondí como antes. Después de desatarme, me devolvieron a mi celda. El domingo después fui llevado de nuevo al mismo lugar, ante el teniente y archivero de Londres, y me sometieron a interrogatorio. Y les respondí ahora como antes. Entonces el teniente juró por Dios que yo confesaría; después de ello me ataron juntos mis dos dedos índices, y pusieron entre ambos una pequeña flecha, y la arrancaron tan rápidamente que manó la sangre, y se rompió la flecha.

»Después de aguantar dos veces más el potro del tormento, fui vuelto a llevar a mi celda, y diez días después el teniente me preguntó si estaba dispuesto ahora a confesar lo que antes me había preguntado. Le respondí que ya había dicho todo lo que iba a decir. Tres semanas después fui enviado al sacerdote, donde fui gravemente asaltado, y de manos de quien recibí la maldición del Papa, por dar testimonio de la resurrección de Cristo. Y así os encomiendo a Dios y a la Palabra de Su gracia, con todos aquellos que invocan sin fingimientos el nombre de Jesús; pidiendo a Dios por Su misericordia infinita, por los méritos de Su amado Hijo Jesucristo, que nos dé entrada en Su Reino eterno. Amén. Alabo a Dios por Su gran misericordia que nos ha mostrado. Cantad Hosanna al Altísimo junto a mí, Cuthbert Symson. ¡Que Dios perdone mis pecados! ¡Pido perdón a todo el mundo, y a todo el mundo perdono, y así abandono el mundo, en la esperanza de una gozosa resurrección!»

Si se considera atentamente esta narración, ¡qué imagen tenemos de repetidas torturas! Pero incluso la crueldad de la narración queda excedida por la paciente mansedumbre con la que fueron soportadas. No aparecen expresiones maliciosas, ni invocaciones siquiera a la justicia retributiva de Dios, ni una queja por sufrir sin causa. Al contrario, lo que pone fin a esta narración es la alabanza a Dios, perdón de pecado, y un perdón a todo el mundo.

La firme frialdad de este mártir llevó a Bonner a la admiración. Hablando de Symson en el consistorio, dijo: «Veis que persona más apacible es, y luego, hablando de su paciencia, yo diría, si no fuera un hereje, que es la persona de la más grande paciencia que jamás he tenido delante de mí. Tres veces en un día ha sido puesto en la Torre al potro del tormento; también ha sufrido en mi casa, y todavía no he visto rota su paciencia.»

El día antes que fuera condenado este piadoso diácono, encontrándose en el cepo en la carbonera del obispo, tuvo una visión de una forma glorificada, que le fue de gran aliento. De esto testificó a su mujer, a la señora Austen, y a otros, antes de su muerte.

Junto a este adorno de la Reforma Cristiana fueron prendidos el señor Hugh Foxe y Johh Devinish; los tres fueron traídos ante Bonner el 19 de marzo de 1558, y se les pusieron delante los artículos papistas. Los rechazaron, y fueron por ello condenados. Así como adoraban juntos en la misma sociedad, en Islington, así sufrieron juntos en Smitfield, el 28 de marzo; en la muerte de ellos fue glorificado el Dios de Gracia, y confirmados los verdaderos creyentes.

Thomas Hiason, Thomas Carman y William Seamen

Estos fueron condenados por un fanático vicario de Aylesbury llamado Benry. El lugar de la ejecución se llamaba Lollard's Pit, fuera de Bishopsgate, en Norwich. Después de unirse en humilde ruego ante el trono de la gracia, se levantaron, fueron a la estaca, y fueron rodeados con sus cadenas. Para gran sorpresa de los espectadores, Hudson se deslizó de debajo de sus cadenas y se dirigió al frente. Prevaleció la idea entre la multitud de que estaba a punto de retractarse; otros pensaron que quería pedir más tiempo. Mientras tanto, sus compañeros en la estaca le apremiaron todas las promesas de Dios y con exhortaciones para sostenerlo. Pero las esperanzas de los enemigos de la cruz se vieron frustradas; aquel buen hombre, lejos de temer el más pequeño terror ante las fauces cada vez más cercanas de la muerte, estaba sólo alarmado por el hecho de que parecía que la faz de su Señor se le ocultaba. Cayendo sobre sus rodillas, su espíritu luchó con Dios, y Dios verificó las palabras de Su Hijo: «Pedid, y recibiréis.» El mártir se levantó con un gozo extasiado, y exclamó: «¡Ahora, gracias doy a Dios, estoy fuerte; y no temo lo que me haga el hombre! Con un rostro sereno se volvió a poner bajo la cadena, uniéndose a sus compañeros de suplicio, y con ellos sufrió la muerte, para consolación de los piadosos y confusión del Anticristo.

Berry, sin sentirse saciado por su diabólica acción, convocó a doscientas personas en la ciudad de Aylesham, a las que obligó a arrodillarse en Pentecostés ante la cruz, e inflingió otros castigos. Golpeó a un pobre hombre por una palabra sin importancia, empleando un mayal, golpe que fue mortal. También le dio un puñetazo tal a una mujer llamada Mice Oxes, al verla entrar en el vestíbulo en un momento en que él estaba irritado, que la mató. Este sacerdote era rico, y tenía gran autoridad. Era un réprobo, y, como sacerdote, se abstenía del matrimonio, para gozarse tanto más de una vida corrompida y licenciosa. El domingo después de la muerte de la Reina María estaba de orgía con una de sus concubinas, antes de las vísperas; luego fue a la iglesia, administró un bautismo, y se dirigía de vuelta a su lascivo pasatiempo, cuando fue golpeado por la mano de Dios. Sin tener un momento de oportunidad para arrepentirse, cayó al suelo, y sólo se le permitió exhalar un gemido. En él podemos ver la diferencia entre el fin de un mártir y el de un perseguidor.

La historia de Roger Holland

En un cercado retirado cerca de un campo en Islington se había reunido un grupo de alrededor de cuarenta personas honradas. Mientras se dedicaban religiosamente a la lectura y exposición de las Escrituras, veintisiete de ellas fueron llevadas ante Sir Roger Cholmly. Algunas de las mujeres escaparon, y veintidós fueron llevados a Newgate, quedando en cárcel siete semanas. Antes de ser interrogados fueron informados por el guarda, Alexander, que lo único que precisaban para ser liberados era oír Misa. Por fácil que pueda parecer esta condición, estos mártires valoraban más la pureza de sus conciencias que la pérdida de la vida o de sus propiedades; por ello, trece fueron quemados, siete en Smithfield y seis en Brentwood; dos murieron en prisión, y los otros siete fueron preservados providencialmente. Los nombres de los siete que sufrieron en Smithfield eran H. Pond, R. Estland, R. Southain, M. Ricarby, J. Floyd, J. Holiday, y Roger Holland. Fueron enviados a Newgate el 16 de julio de 1558, y ejecutados el veintisiete.

Este Roger Holland, un mercader y sastre de Londres, fue primero aprendiz de un maestro Kempton, en Black Boy en Watling St., dándose a la danza, esgrima, el juego, los baqueteos y las malas compañías. Una vez recibió para su patrón una cierta cantidad de dinero, treinta libras, y lo perdió todo jugando a los dados. Por eso se propuso fugarse al otro lado del mar, bien a Francia, o a Flandes.

Con esta decisión, llamó temprano por la mañana a una discreta criada de la casa que se llamaba Elizabeth, que profesaba el Evangelio, y que vivía una vida digna de esta profesión. A ella le reveló la pérdida que había sufrido por su insensatez, lamentando no haber seguido su consejos, y rogándole que le diera a su amo una nota autógrafa en la que reconocía su deuda, que pagaría si le era alguna vez posible; también le rogaba que mantuviera secreta su vergonzosa conducta, para no llevar los cabellos canos de su padre con dolor a una sepultura prematura.

La criada, con una generosidad y unos principios cristianos raramente sobrepasados, consciente de que su imprudencia podría ser su ruina, le dio treinta libras, que era parte de una suma que recientemente había recibido por un testamento. «Aquí tienes el dinero que necesitas: toma tú el dinero, y yo me quedo con la nota; pero con esta expresa condición: que abandones tu vida lasciva y llena de vicio; que ni jures ni hables obscenamente, y que dejes de jugar; porque si haces tal cosa, enseñaré de inmediato esta nota a tu patrón. También quiero que me prometas asistir a la prédica diaria en todos Santos, y el sermón en San Pablo cada domingo; que tires todos tus libros papistas, y que en lugar de ellos pongas el Nuevo Testamento y el Libro de Culto, y que leas las Escrituras con reverencia y temor, pidiendo a Dios Su gracia para que te dirija en su verdad. Ora también fervientemente a Dios que perdone tus anteriores pecados, y que no recuerde los pecados de tu juventud; y que de Su favor recibas el temor de quebrantar Sus leyes o de ofender Su majestad. Así te guardará Dios y te concederá el deseo de tu corazón.» Tenemos que honrar la memoria de esta excelente criada, cuyos piadosos esfuerzos estaban igualmente dirigidos a beneficiar al irreflexivo joven en esta vida y en la venidera. Dios no permitió que el deseo de esta excelente criada se perdiera en un suelo estéril; al cabo de medio año el licencioso Holland se transformó en un celoso confesor del Evangelio, y fue instrumento para la conversión de su padre y de otros a los que visitó en Lancashire, para consuelo espiritual de ellos y reforma y salida del papismo.

Su padre, complacido con su cambio de conducta, le dio cuarenta libras para que comenzara su negocio en Londres.

Luego Roger volvió a Londres, y fue a la criada que le había dejado el dinero para pagar a su patrón, y le dijo: «Elizabeth, aquí está el dinero que me prestaste; y por la amistad, buena voluntad y buen consejo que he recibido de ti no puedo pagarte más que haciendo de ti mi esposa. » Y poco después se casaron, lo que tuvo lugar en el primer año de la Reina María.

Después de esto permaneció en las congregaciones de los fieles, hasta que fue apresado, junto con los otros seis mencionados.

Y después de Roger Holland, nadie más sufrió en Smithfield por el testimonio del Evangelio; gracias sean dadas a Dios.