Capítulo XVI (Parte X)

Persecuciones en Inglaterra durante el reinado de la reina María

El trato dispensado por la Reina María a su hermana, la Princesa Elizabet

La preservación de la Princesa Elizabet puede ser considerada como un ejemplo notable de la vigilante mirada de Cristo sobre Su Iglesia. El fanatismo de Maria no tenía consideración para con los lazos de consanguinidad, de los afectos naturales ni de la sucesión nacional. Su mente, físicamente lenta, estaba bajo el dominio de hombres que no poseían bondad humana, y cuyos principios estaban sancionados y mandados por los dogmas idolátricos del romano pontífice. Si hubieran podido prever la corta duración del reinado de María; habrían teñido sus manos con la sangre protestante de Elizabet, y, como sine qua non de la salvación de la reina, la habrían ahogado a ceder el reino a algún príncipe católico. La resistencia ante tal cosa habría ido acompañada de todos horrores de una guerra civil religiosa, y se habrían sentido en Inglaterra calamidades similares a las de Francia bajo Enrique el Grande, a quien la Reina Elizabet ayudó en su oposición a sus súbditos católicos dominados por los sacerdotes. Como si la Providencia tuviera a la vista el establecimiento perpetuo de la fe protestante, debe observarse la diferencia de la duración de los dos reinados. María podría haber reinado muchos años en el curso de la naturaleza, pero el curso de la gracia lo dispuso de manera distinta. Cinco años y cuatro meses fue el tiempo dado a este débil y desgraciado reinado, mientras que el reinado de Elizabet esta entre los más duraderos de todos los que jamás haya visto el trono inglés: casi nueve veces el de su inmisericorde hermana.

Antes que María llegara a la corona, trató a Elizabet con bondad fraternal, pero desde aquel momento se alteró su conducta, y se estableció la distancia más imperiosa. Aunque Elizabet no tuvo parte alguna en la rebelión de Sir Thomas Wyat, fue sin embargo prendida y tratada como culpable de aquella rebelión. La forma en que tuvo lugar su arresto fue semejante a la mente que la había dictado; los tres ministros del gabinete a los que ella designó para que tuvieran cuidado del arresto entraron descortésmente en su dormitorio a las diez de la noche, y, aunque estaba sumamente enferma, a duras penas se les pudo convencer para que la dejaran descansar hasta la siguiente mañana. Su debilitado estado la permitió ser llevada sólo en cortas etapas en su largo viaje a Londres, pero la princesa, aunque afligida en su persona, tuvo un consuelo que su hermana jamás podría comprar: las gentes por en medio de las que pasaba por el camino se compadecían de ella, y oraban por su preservación.

Al llegar a la corte, fue constituida presa durante dos semanas, vigilada estrechamente, sin saber quién era su acusador, ni ver a nadie que pudiera consolarla o aconsejarla. Sin embargo, la acusación fue finalmente desvelada por Gardiner, que, con diecinueve miembros del Consejo, la acusó de instigar la conspiración de Wyat, lo que ella afirmó religiosamente ser falso. Al fracasar en esto, presentaron contra ella sus tratos con Sir Peter Carew en el oeste, en lo que tampoco tuvieron éxito. La reina intervino ahora manifestando que era su voluntad que fuera encerrada en la Torre, paso éste que abrumó a la princesa con el mayor temor e inquietud. En vano abrigó la esperanza de que su majestad la reina no la enviara a tal lugar; pero no podía esperar indulgencia alguna; el número de sus asistentes sus asistentes quedó limitado, y se designaron cien soldados norteños para guardarla día y noche.

El Domingo de Ramos fue llevada a la Torre. Cuando llegó al jardín del palacio, miró arriba hacia las ventanas, esperando ver los de la reina, pero se vio desengañada. Se dio estricta orden en Londres de que todos fueran a la iglesia y llevaran palmas, para que pudiera ser conducida a su prisión sin protestas ni muestras dc compasión.

Al pasar bajo el Puente de Londres, la bajada de la marea hizo muy peligrosa la travesía, y la barcaza se trabo durante un tiempo con un espolón del puente. Para mortificaría aún más, la hicieron desembarcar en la Escalera de los Traidores. Como llovía intensamente, y se veía obligada a poner los pies en el agua para llegar a la ribera, vaciló; pero ello no suscitó ninguna cortesía en el caballero que la atendía. Cuando puso sus pies en los escalones, exclamó: «Aquí, aunque presa, desembarco como la más leal súbdita que jamás llegó a estos escalones; ¡y lo digo ante Ti, oh Dios, no teniendo otro amigo que Tú!.

Un gran número de guardianes y siervos de la Torre fueron dispuestos en orden, para que la princesa pasara entre ellos. Al preguntar para qué era aquella parada, se le informó que era la costumbre. Ella dijo: «Si están aquí por mí, os ruego que sean excusados.» Al oír esto, los pobres hombres se arrodillaron, y oraron que Dios preservara a su Gracia, por lo cual fueron al día siguiente expulsados de sus cargos. Esta trágica escena debe haber sido profundamente interesante: ver una princesa amable e irreprochable enviada como un cordero, para languidecer en la expectativa de crueles tratos y muerte, y contra la que no había otros motivos que su superioridad en virtudes Cristianas y capacidades adquiridas. Sus acompañantes lloraban abiertamente mientras ella se dirigía con un andar digno hacia las trágicas almenas de su destino. «¿Qué queréis decir con estas lágrimas?», dijo Elizabet: «Os he traído para consolarme, no para desalentarme; porque mi verdad es tal que nadie tendrá motivos para llorar por mi.»

El siguiente paso de sus enemigos fue procurarse evidencias por medios que en nuestros días se consideran execrables. Muchos pobres presos fueron sometidos al potro de tormento para extraerles, si fuera posible, cualquier tipo de acusación que pudiera ser susceptible de condenarla a muerte, y con ello satisfacer la sanguinaria disposición de Gardiner. Él mismo fue a interrogarla, acerca de su mudanza desde su casa en Ashbridge al castillo de Dunnington hacia ya mucho tiempo. La princesa había olvidado totalmente este insignificante acontecimiento, y Lord Arundel, después del interrogatorio, arrodillándose, se excusó por haberla molestado en cuestión tan trivial. «Me ponéis estrechamente a prueba», contestó la princesa, «pero de esto estoy segura: que Dios ha puesto límite a vuestros procedimientos; que Dios os perdone a todos.»

Sus propios caballeros, que debieran haber sido sus administradores y haberla provisto de sus cosas necesarias, fueron obligados a ceder sus puestos a los soldados comunes, a las órdenes del alcalde de la Torre, que era en todos los respectos un servil instrumento de Gardiner; sin embargo, los amigos de su Gracia obtuvieron una orden del Consejo que reguló esta mezquina tiranía más a satisfacción de ella.

Después de haber pasado un mes entero en prisión estricta, envió una comunicación al lord chambelán y a Lord Chandois, a quienes les informó del mal estado de su salud por falta de aire libre y de ejercicio. Hecha la solicitud el Consejo se le permitió a regañadientes a Elizabet poder pasearse por las estancias de la reina, y luego en el jardín, momento en el que los prisioneros en aquel lado eran acompañados por sus guardas, sin permitírseles contemplarla. También se excitaron sus celos por un niño de cuatro años, que a diario le llevaba flores a la princesa. El niño fue amenazado con recibir azotes, y se ordenó al padre que lo tuviera alejado de las estancias de la princesa.

El día cinco de mayo, el alcalde fue depuesto de su cargo, y Sir Henry Benifield fue designado en su lugar, acompañado de cien soldados vestidos de azul, de torva apariencia. Esta medida suscitó gran alarma en la mente de la princesa, que se imaginó que estos eran preparativos conducentes a sufrir la misma suerte que Lady Jane Gray y en el mismo tajo. Recibiendo seguridades dc que no había tal proyecto en marcha, le vino a la mente el pensamiento de que el nuevo alcalde de la Torre estaba encargado de acabar con ella secretamente, por cuanto su carácter equivoco armonizaba con la feroz inclinación dc aquellos por los que había sido designado.

Luego se rumoreó que su Gracia iba a ser llevada fuera de allí por el alcalde y sus soldados, lo que finalmente resultó cierto. Vino una orden del Consejo para que fuera trasladada a la casa señorial Woodstock, lo que tuvo lugar el domingo de Trinidad, 13 de mayo, bajo la autoridad de Sir Henn' Benificld y de Lord Tame. La causa ostensible de su traslado fue dar lugar a otros presos. Richmond fue el primer lugar donde se detuvieron, y aquí durmió la princesa, aunque no sin mucho temor al principio, porque sus propios criados fueron sustituidos por los soldados, que fueron puestos como guardas a la puerta de su estancia. Por las quejas presentadas, Lord Tame anuló este indecoroso abuso de autoridad, y le concedió perfecta seguridad mientras estuvo bajo su custodia.

Al pasar por Windsor vio a varios de sus pobres y abatidos siervos que esperaban verla. «Ve a ellos,» le dijo a uno de sus asistentes, «y diles de mi parte estas palabras: tanquim ovis, esto es, como oveja al matadero.»

A la mañana siguiente, su Gracia se alojó en casa de un hombre llamado Mr. Dormer, y encaminándose a ella, la gente le hizo tales muestras de leal afecto que Sir Henry se sintió indignado, y los trató abiertamente de rebeldes y traidores. En algunos pueblos lanzaban las campanas al vuelo, imaginando que la llegada de la princesa entre ellos era por causas muy distintas; pero esta inocente demostración de alegría fue suficiente para que el perseguidor Benifield ordenara a sus soldados que apresaran a estas gentes humildes y las pusieran en el cepo.

Al día siguiente, su Gracia llegó a casa de Lord Tame, donde se quedó toda la noche, y fue muy noblemente agasajada. Esto excitó la indignación de Sir Henry, y le llevó a advertir a Lord Tame que considerara bien su manera de actuar; pero la humanidad de Lord Tame no era de las que se dejaban atemorizar, y le dio una réplica adecuada. En otra ocasión, este oficial pródigo, para mostrar su mala catadura y su menosprecio de la cortesía, fue a una estancia que había sido preparada para su Gracia con una silla, dos cojines y una alfombra, sentándose allí presuntuosamente, y llamando a uno de sus hombres para que le quitara las botas. Tan pronto como lo supieron las damas y los caballeros de la princesa, lo ridiculizaron escarneciéndole. Cuando terminó la cena, él llamó al señor de la casa, y ordenó que todos los caballeros y las damas se fueran a sus casas, asombrándose mucho de que permitiera una tan gran compañía, considerando el grave encargo que le había sido encomendado. «Sir Henry,» dijo su señoría, «daos por satisfecho; evitaremos tanta compañía, incluyendo la de vuestros hombres.» «No,» dijo Sir Henry, «sino que mis soldados vigilarán toda la noche.» Lord Tame replicó: «No hay necesidad.» «Bueno,» dijo el otro, «haya necesidad o no, lo harán.»

Al siguiente día, su Gracia emprendió viaje desde allí a Woodstock, donde fue encerrada, como antes en la Torre de Londres, guardándola los soldados dentro y fuera de las murallas, cada día, en número de sesenta; y durante las noches hubo cuarenta durante todo el tiempo de su encarcelamiento.

Al final se le permitió pasear por los jardines, pero bajo las más severas restricciones, guardando las llaves el mismo Sir Henry, guardándola siempre bajo muchas cerraduras y cerrojos, lo que la indujo a llamarlo su carcelero, a lo que se sintió él ofendido, y le rogó que usara la palabra oficial. Después de muchos ruegos al Consejo, obtuvo permiso para escribir a la reina; pero el carcelero que le trajo pluma, tinta y papel se quedó junto a ella mientras escribía, y, al irse, se volvió a llevar estos artículos hasta que volvieran a ser necesarios. También insistió en llevar la carta él mismo a la reina, pero Elizabet no admitió que él fuera el portador, y fue presentada por uno de sus caballeros.

Después de la carta, los doctores Owen y Wendy visitaron a la princesa, porque su estado de salud hacia precisa la asistencia médica. Se quedaron con ella cinco o seis días, tiempo en el que ella mejoró mucho; luego volvieron a la reina, y hablaron aduladoramente de la sumisión y humildad de la princesa, ante lo que la reina pareció conmoverse; pero los obispos exigían una admisión de que había ofendido a su majestad. Elizabet rechazó esta forma indirecta de reconocerse culpable. «Si he delinquido,» dijo ella, «y soy culpable, no pido misericordia, sino la ley, que estoy segura que ya habría sufrido hace tiempo si se hubiera podido probar nada contra mi; desearía estar igual de libre del peligro de mis enemigos; entonces no estaría encerrada y encerrojada tras murallas y puertas.».

En aquel tiempo se habló mucho de la idoneidad de unir la princesa con algún extranjero, para que pudiera irse del reino con una porción apropiada. Uno de los del Consejo tuvo la brutalidad de proponer la necesidad de decapitarla si es que el rey Felipe quería tener el reino en paz; pero los españoles, aborreciendo una idea tan mezquina, contestaron: «¡Dios no quiera que nuestro rey y señor consienta a tan infame proceder!» Estimulados por un principio de nobleza, los españoles apremiaron desde entonces al rey en el sentido de que sería para más honra suya liberar a Lady Elizabet, y el rey no fue insensible a tal petición. La sacó de prisión, y poco después fue enviada a Hampton Court. Se puede observar aquí, de pasada, que la falacia de los razonamientos humanos se hace evidente a cada paso. El bárbaro que propuso la acción política de decapitar a Elizabet poco se esperaba el cambio de condición que sus palabras iban a propiciar. En su viaje desde Woodstock, Benifieid la trató con la misma dureza que antes, haciéndola viajar un día de tempestad, y no permitiendo que su vieja criada, que había venido a Colnbrook, donde durmió una noche, pudiera hablar con ella.

Quedó guardada y vigilada durante dos semanas de manera estricta antes que nadie osara hablar con ella; al final, el vil Gardiner acudió, con tres más del Consejo, con gran sumisión. Elizabet lo saludó con la observación de que había estado mantenida durante mucho tiempo en prisión incomunicada, y le rogó que intercediera delante del rey y de la reina para que la libraran de este encierro. La visita de Gardiner tenía el propósito de obtener de la princesa una confesión de culpabilidad; pero ella se guardó contra sus sutilezas, añadiendo que antes de admitir haber hecho nada malo se quedaría en prisión el resto de su vida. Al día siguiente, Gardiner volvió a verla, y arrodillándose, declaró que la reina se sentía atónita de que persistiera en afirmar que era sin culpa, de lo que se inferiría que la reina había encarcelado injustamente a su Gracia. Gardiner la informó además de que la reina había declarado que debería hablar de manera diferente antes de poder ser dejada en libertad. «Entonces,» replicó la noble Elizabet, «prefiero estar en prisión con honor y verdad antes que tener mi libertad y estar bajo las sospechas de su majestad. Y me mantendré en lo que he dicho; ¡no voy a mentir! » Entonces, el obispo y sus amigos partieron, dejándola encerrada como antes.

Siete días después la reina envió a buscar a Elizabet a las diez de la noche; dos años habían pasado desde que se habían visto por última vez. Esto creó terror en la mente de la princesa, que, al salir, pidió a sus caballeros y damas que oraran por ella, porque no era seguro que fuera a volver a ellos.

Llevada al dormitorio de la reina, al entrar la princesa se adornó, y habiendo rogado a Dios que guardara a su majestad, le dio seguridades de que su majestad no tenía un súbdito más leal en todo el reino, fueran cuales fueran los rumores que se hicieran circular en sentido contrario. Con un altanero desdén, la imperiosa reina contestó: «No vas a confesar tu delito, sino que te mantienes férrea en tu verdad. Pido a Dios que así sea.

«Si no es así,» dijo Elizabet, «no pido ni favor ni perdón de manos de vuestra majestad.» «Bueno,» dijo la reina, «sigues perseverando terca en tu verdad. Además, no quieres confesar que no has sido castigada injustamente.»

«No debo decíroslo, si así le place a vuestra majestad.

«Entonces se lo dirás a otros,» dijo la reina.

«No, si su majestad no quiere; he llevado la carga, y debo llevarla. Ruego humildemente a vuestra majestad que tenga buena opinión de mí y que me considere su súbdita, no sólo desde el comienzo hasta ahora, sino para siempre, mientras haya vida.» Se despidieron sin ninguna satisfacción cordial por parte de ninguna; y no podemos decir que la conducta de Elizabet exhibiera aquella independencia y fortaleza que acompaña a la perfecta inocencia. La admisión de Elizabet de que no iba a decir, ni a la reina ni a otros, que había sido castigada injustamente, estaba en total contradicción con lo que le había dicho a Gardiner, y debe haber surgido de algún motivo por ahora inexplicable. Se supone que el Rey Felipe estaba escondido durante la entrevista, y que se había mostrado favorable a la princesa.

Al cabo de siete días del regreso de la princesa a su encarcelamiento, su severo carcelero y sus hombres fueron despedidos, y fue dejada en libertad, bajo la limitación de estar siempre acompañada y vigilada por alguien del Consejo de la reina. Cuatro de sus caballeros fueron enviados a la Tone sin otra acusación contra ellos de haber sido celosos siervos de su señora. Este acontecimiento fue pronto seguido por la feliz noticia de la muerte de Gardiner, por la que todos los hombres buenos y clementes glorificaron a Dios, por haber sacado al principal tigre de la guarida, y haber asegurado más la vida de la sucesora protestante de María.

Este infame, mientras la princesa estaba encarcelada en la Torre, envió un documento secreto, firmado por algunos del Consejo, ordenando su ejecución privada, y si el señor Bridges, teniente de la Tone, hubiera sido tan poco escrupuloso ante un tenebroso asesinato como este impío prelado, hubiera sido muerta. Al no haber la firma de la reina en el documento, el señor Bridges se dirigió apresuradamente a su majestad para informarla y para saber su parecer. Ésta había sido una treta de Gardiner, que intentando demostrarla culpable de actividades traicioneras había hecho torturar a varios presos. También ofreció grandes sumas en soborno al señor Edmund Tremaine y Smithwicke para que acusaran a la inocente princesa.

Su vida estuvo varias veces en peligro. Mientras estaba en Woodstock, se prendió fuego, aparentemente de manera intencionada, entre las vigas y el techo bajo el cual dormía. También corre el intenso rumor de que un tal Paul Penny, guarda de Woodstock, y notorio bandido, fue designado para asesinarla, pero, fuera como fuera, Dios contrarrestó en este punto los designios de los enemigos de la Reforma. James Basset fue otro designado para ejecutar la misma acción; era un peculiar favorito de Gardiner, y había llegado a una milla de Woodstock, queriendo hablar con Benifield acerca de esto. Quiso Dios en su bondad que mientras Basset se dirigía a Woodstock, Benifield, por orden del Consejo, se dirigía a Londres; debido a esto, dejó orden firme a su hermano de que nadie fuera admitido en presencia de la princesa durante su ausencia, ni siquiera si llevaba una nota de la reina. Su hermano vio al asesino, pero la intención de este quedó frustrada, porque no pudo conseguir ser admitido en presencia de la princesa.

Cuando Elizabet salió de Woodstock, dejó estas líneas escritas con un diamante en la ventana: Muchas sospechas puede haber, Nada demostrado puede ser. Dijo Elizabet, presa.

Al acabar la vida de Winchester, acabó el extremado peligro de la princesa, porque muchos de sus secretos enemigos pronto le siguieron, y, finalmente, su cruel hermana, que sobrevivió a Gardiner sólo tres años.

La muerte de María ha sido adscrita a varias causas. Los miembros del Consejo trataron de consolarla en sus últimos momentos, pensando que era la ausencia de su marido lo que tanto le pesaba en el corazón, pero aunque esto tuvo una cierta influencia, la verdadera razón de su dolor era la pérdida de Calais, la última fortaleza poseída por los ingleses en Francia. «Abrid mi corazón,» dijo María, «cuando esté muerta, y encontraréis allí escrita la palabra Calais.» La religión no le causaba temores; los sacerdotes hablan adormecido en ella toda inquietud de conciencia que pudiera haber existido por causa de los espíritus acusadores de los mártires asesinados. No era la sangre que había derramado, sino la pérdida de una ciudad, lo que movió sus emociones al morir, y este golpe último pareció ser infligido para que sus fanáticas persecuciones pudieran ser puestas en paralelo con su insensatez política.

¡Rogamos fervorosamente que ningunos anales de ningún país, católico o pagano, vuelvan a ser jamás manchados con tal repetición de sacrificios humanos al poder papal, y que el aborrecimiento que se tiene contra el carácter de María pueda ser un faro para los posteriores monarcas para que eviten los arrecifes del fanatismo!

El castigo de Dios contra algunos de los perseguidores de Su pueblo en el reinado de María

Después de la muerte de aquel archiperseguidor, Gardiner, otros siguieron, entre los que debe destacarse al doctor Morgan, obispo de St. David's, que había sucedido al Obispo Farrar. No mucho tiempo después que fuera designado para este obispado, cayó bajo la visitación de Dios: sus alimentos, una vez hablan descendido por la garganta, retrocedían con gran violencia. De esta manera acabó su existencia, literalmente muerto de hambre.

El Obispo Thomton, sufragáneo de Dover, fue un infatigable perseguidor de la verdadera Iglesia. Un día, después de haber ejercido su cruel tiranía sobre un número de piadosas personas en Canterbury, se dirigió de la casa capitular a Borne, donde, mientras estaba un domingo contemplando a sus hombres jugando a los bolos, cayó bajo un ataque de parálisis, y no sobrevivió durante mucho tiempo.

Después le sucedió otro obispo o sufragáneo, ordenado por Gardiner, que no mucho después de haber sido elevado a la sede de Dover, cayó por unas escaleras en la estancia del cardenal en Greenwich, rompiéndose el cuello. Acababa de recibir la bendición del cardenal: no había podido recibir nada peor.

John Cooper, de Watsam, Suffolk, sufrió a causa de un perjurio; por malignidad privada fue perseguido por un tal Fenning, que sobornó a otros dos que juraran que habían oído decir a Cooper: «Si Dios no sacara de aquí a la Reina María, lo haría el diablo.» Cooper negó haber dicho tal cosa, pero Cooper era protestante y hereje, por lo que fue colgado, arrastrado y descuartizado, sus bienes fueron confiscados, y su mujer y nueve hijos reducidos a la mendicidad. Pero durante la siguiente cosecha, Grimwood de Hitcham, uno de los testigos antes mencionado, fue visitado por su infamia; mientras trabajaba, apilando trigo, sus entrañas reventaron repentinamente, y murió antes de poder conseguir ayuda alguna. ¡Así fue retribuido un perjurio deliberado con una muerte súbita!

Ya hemos observado la dureza del alguacil mayor Woodroffe en el caso del mártir señor Bradford. Se regocijaba aquel alguacil en la muerte de los santos, y en la ejecución del señor Roger le partió la cabeza al arriero, porque detuvo el carro para permitir que los hijos del mártir le dieran un último adiós. Apenas si hacía una semana que el señor Wocdroffe había dejado de ser alguacil mayor que fue azotado por una parálisis, y languideció varios días en una condición de lo más lastimosa e impotente, presentando un gran contraste con su anterior actividad en aquella sanguinaria causa.

Se cree que Ralph Lardyn, que entregó al mártir George Eagles, fue posteriormente juzgado y colgado como consecuencia de una auto acusación. Ante el tribunal, se acusó con estas palabras: «Esto me ha sobrevenido con toda justicia por entregar sangre inocente de aquel hombre justo y bueno, George Eagle, que fue aquí condenado en tiempos de la Reina María por mi acción, cuando vendí su sangre por un poco de dinero.»

Mientras James Abbes se dirigía a su ejecución, exhortando a los apenados espectadores a que se mantuvieran firmes en la verdad, y que como él sellaran la causa de Cristo con su sangre, un siervo del alguacil mayor lo interrumpió, llamando blasfemamente herejía a su religión, y al buen hombre lunático. Pero apenas si las llamas habían alcanzado al mártir que el terrible golpe de Dios cayó sobre aquel endurecido miserable, en presencia de aquel a quien había ridiculizado tan cruelmente. Aquel hombre se vio repentinamente atacado de locura, y, lunático perdido, se despojó de sus ropas y se quitó los zapatos delante de todos (como Abbes había acabado de hacer, para distribuirlo entre algunas personas pobres), gritando al mismo tiempo: «¡Así ha hecho James Abbes, el verdadero siervo de Dios, que está salvo, pero yo condenado!» Repitiendo esto varias veces, el alguacil le hizo asegurar y mandó que le vistieran de su ropa, pero tan pronto volvió a estar solo volvió a arrancárselas, gritando como antes. Atado a un carro, fue llevado a casa de su amo, y al cabo de medio año murió. Justo antes de ello, vino a asistirle un sacerdote con un crucifijo, etc., pero el desgraciado hombre le dijo que se fuera con sus engaños, y que él y otros sacerdotes eran la causa de su condenación, pero que Abbes estaba salvado.

Un tal Clark, enemigo jurado de los protestantes en el reinado del Rey Eduardo, se colgó en la Torre de Londres.

Froling, sacerdote de mucha celebridad, cayó en la calle y murió en el acto.

Dale, un infatigable informador, murió comido por gusanos, constituyendo un horrendo espectáculo.

Alexander, el severo guarda de Newgate, murió miserablemente, hinchándose hasta un tamaño prodigioso, y se pudrió de tal manera por dentro que nadie se le quería acercar. Este cruel ministro de la ley solía acudir a Bormer, a Story y a otros pidiéndoles que vaciaran su prisión, ¡se sentía demasiado acosado por los herejes! El hijo de este guarda, tres años después de la muerte de su padre, disipó sus grandes propiedades, y murió repentinamente en el mercado de Newgate. «Los pecados del padre,» dice el decálogo, «serán visitados sobre los hijos.» John Peter, yerno de Alexander, un horroroso blasfemador y perseguidor, murió miserablemente. Cuando afirmaba cualquier cosa, decía: «Si no es cierto, que me pudra antes de morir.» Y esta terrible condición le visitó en todo su horror.

Sir Ralph Ellerker había estado anhelantemente deseoso de que a Adam Damlip, ejecutado tan injustamente, le fuera arrancado el corazón. Poco después, Sir Ralph fue muerto por los franceses, que lo mutilaron cruelmente, le cortaron los miembros, y le arrancaron el corazón.

Cuando Gardiner supo del mísero fin del Juez Hales, llamó a la profesión del Evangelio una doctrina de desesperación, pero olvidó que la desesperación del juez surgió después de haber asentido al papismo. Con más razón se puede decir esto de los principios católicos, si consideramos el mísero fin del doctor Pcndleton, de Gardiner y de la mayoría de los perseguidores principales. Un obispo le recordó a Gardiner, cuando éste estaba en su lecho de muerte, a Pedro negando a su maestro. «¡Ah!» dijo Gardiner, «he negado como Pedro, pero nunca me he arrepentido como Pedro.»

Tras la accesión de Elizabet, la mayoría de los prelados católicos fueron encarcelados en la Torre o en Fleet. Bonner fue encerrado en Marshalsea.

De los blasfemadores de la Palabra de Dios, detallaremos, entre muchos otros, el siguiente suceso. Un tal William Maldon, que vivía en Greenwich como criado, estaba un anochecer instruyéndose provechosamente leyendo un libro de lectura elemental. Otro criado, llamado John Powell, estaba sentado cerca, y ridiculizaba todo lo que decía Maldon, que le advirtió que no hiciera escarnios con la Palabra de Dios. Pero Powell prosiguió, hasta que Maldon llegó a ciertas oraciones inglesas, y leyó en voz alta: «Señor, ten piedad de nosotros, Cristo ten piedad de nosotros,» etc. De repente, el escarnecedor se sobresaltó y exclamó: ¡Señor, ten misericordia de nosotros! Se sintió sobrecogido el más atroz terror en su mente, dijo que el espíritu malo no podía permitir que Cristo tuviera misericordia alguna de él, y se hundió en la locura. Fue enviado a Bedlam, y se convirtió en un terrible ejemplo de que Dios no siempre será ultrajado impunemente.

Henry Smith, estudiante de leyes, tenía un piadoso padre protestante, de Camden, en Gloucestershire, y fue piadosamente educado por él. Mientras estudiaba leyes en el Temple, fue inducido a profesar el catolicismo, y dirigiéndose a Lovaina, en Francia, volvió cargado de pendones, crucifijos y otros juguetes papistas. No satisfecho con esto, empezó a injuriar públicamente la religión evangélica en la que había sido criado, pero una noche la conciencia lo reprendió con tal violencia que en un arrebato de desesperación se colgó con sus propias ligas. Fue sepultado en un camino, sin que fuera leído el servicio cristiano.

El doctor Story, cuyo nombre ha sido mencionado tantas veces en las páginas anteriores fue reservado para ser cortado mediante ejecución pública, práctica en la que tanto se había deleitado cuando estaba en el poder. Se supone que intervino en la mayoría de las acciones de los tiempos de María, y que desplegó su ingenio inventando nuevas formas de infligir torturas. Cuando Elizabet accedió al trono, fue encarcelado, pero inexplicablemente huyó al continente, para llevar el fuego y la espada allí contra los hermanos protestantes. Del Duque de Alba recibió en Amberes una especial comisión para registrar todos los barcos en busca de contrabando, especialmente de libros heréticos ingleses.

El doctor Story se gloriaba en un encargo que fue ordenado por la Providencia para obrar su ruina, y para preservar a los fieles de su sanguinaria crueldad. Se decidió que un mercader llamado Parker navegara a Amberes, y que se le diera información al doctor Story de que tenía una cantidad de libros heréticos a bordo. Apenas oyó esto, éste se apresuró a ir al barco, buscó por todas partes en cubierta, y luego bajo a la bodega, y le cerraron las escotillas. Una oportuna galerna llevó la nave a Inglaterra, y este traidor y perseguidor rebelde fue enviado a prisión, donde estuvo un tiempo considerable, negándose obstinadamente a renunciar a su espíritu anticristiano, y a admitir la supremacía de la Reina Elizabet. Aducía que era súbdito jurado del rey de España, a cuyo servicio estaba el famoso Duque de Alba, aunque de nacimiento y por educación era inglés. Condenado, el doctor fue puesto sobre un remolque de emparrillado y arrastrado desde la Torre a Tyburn, donde después de haber estado colgado durante media hora, fue cortado, despedazado, y el verdugo exhibió el corazón de un traidor.

Así terminó la existencia de este Nimrod de Inglaterra.