Capítulo VI

Historia de las persecuciones en Italia bajo el papado

Pasaremos ahora a dar una relación de las persecuciones en Italia, país que ha sido, y sigue siendo:

1. El centro del papado.

2. La sede del pontífice.

3. La fuente de los vatios errores que se han extendido por otros países, engañando las mentes de miles, y difundido las nubes de la superstición y del fanatismo sobre las mentes del entendimiento humano.

Al proseguir con nuestra narración, incluiremos las más destacables persecuciones que han tenido lugar, y las crueldades practicadas,

1. Por el poder directo del papa.

2. Por el poder de la Inquisición.

3. Por instigación de órdenes eclesiásticas particulares.

4. Por el fanatismo de los príncipes italianos.

Adriano puso entonces a toda la ciudad bajo interdicto, lo que hizo que todo el cuerpo del clero interviniera, y al final convenció a los senadores y al pueblo para que cedieran y permitieran que Arnaldo fuera desterrado. Acordado esto, él recibió la sentencia de destierro, yéndose a Alemania, donde siguió predicando contra el Papa y denunciando los graves errores de la Iglesia de Roma.

Por esta causa, Adriano se sintió sediento de venganza, e hizo vatios intentos por apoderarse de él; pero Arnaldo evitó durante largo tiempo todas las trampas que le fueron tendidas. Finalmente, al acceder Federico Barbarroja a la dignidad imperial, pidió que el Papa lo coronara con sus propias manos. Adriano accedió a ello, pidiéndole al mismo tiempo al emperador el favor de poner en sus manos a Arnaldo. El emperador le entregó inmediatamente el desafortunado predicador, que pronto cayó víctima de la venganza de Adriano, siendo ahorcado, y su cuerpo reducido a cenizas, en Apulia. La misma suerte sufrieron varios de sus viejos amigos y compañeros.

Un español llamado Encinas fue enviado a Roma, para ser criado en la fe católico-romana; pero, tras haber conversado con algunos de los reformados, y habiendo leído varios tratados que le pusieron en las manos, se convirtió en protestante. Al ser esto sabido al cabo de un tiempo, uno de sus propios parientes lo denunció, y fue quemado por orden del Papa y de un cónclave de cardenales. El hermano de Encinas había sido arrestado por aquel tiempo, por tener en sus manos un Nuevo Testamento en lengua castellana; pero halló el medio para huir de la cárcel antes del día señalado para su ejecución, y escapó a Alemania.

Fanino, un erudito laico, se convirtió a la religión reformada mediante la lectura de libros de controversia. Al informarse de ello al Papa, fue prendido y echado en la cárcel. Su mujer, hijos, parientes y amigos le visitaron en su encierro, y trabajaron tanto su mente que renunció a su fe y fue liberado. Pero tan pronto se vio libre de la cárcel que su mente sintió la más pesada de las cadenas: el peso de una conciencia culpable. Sus horrores fueron tan grandes que los encontró insoportables hasta volverse de su apostasía, y declararse totalmente convencido de los errores de la Iglesia de Roma. Para enmendar su recaída, hizo ahora todo lo que pudo, de la manera más enérgica, para lograr conversiones al protestantismo, y logró muchos éxitos en su empresa. Estas actividades llevaron a su segundo encarcelamiento, pero le ofrecieron perdonarle la vida si se retractaba. Rechazó esta propuesta con desdén, diciendo que aborrecía la vida bajo tales condiciones. Al preguntarle ellos por qué iba él a obstinarse en sus opiniones, dejando a su mujer e hijos en la miseria, les contestó: «No los voy a dejar en la miseria; los he encomendado al cuidado de un excelente administrador.» «¿Qué administrador?» preguntó su interrogador, con cierta sorpresa; Fanino contestó: «Jesucristo es el administrador, y no creo que pudiera encomendarlos al cuidado de nadie mejor.» El día de la ejecución apareció sumamente alegre, lo que, observándolo uno, le dijo: «Extraña cosa es que aparezcáis tan feliz en tal circunstancia, cuando el mismo Jesucristo, antes de Su muerte, se sintió en tal aflicción que sudó sangre y agua.» A lo que Fanino replicó: «Cristo sostuvo todo tipo de angustias y conflictos, con el infierno y la muerte, por nuestra causa; y por ello, por Sus padecimientos, liberó a los que verdaderamente creen en él del temor de ellos.» Fue estrangulado, y su cuerpo reducido a cenizas, que fueron luego esparcidas al viento.

Dominico, un erudito militar, habiendo leído varios escritos de controversia, devino un celoso protestante, y, retirándose a Placencia, predicó el Evangelio en su plena pureza ante una considerable congregación. Un día, al terminar su sermón, dijo: «Si la congregación asiste mañana, les voy a dar una descripción del Anticristo, pintándolo con sus colores justos.»

Una gran multitud acudió al día siguiente, pero cuando Dominico estaba comenzando a hablar, un magistrado civil subió al púlpito y lo tomó bajo custodia. Él se sometió en el acto, pero, andando junto al magistrado, dijo estas palabras: «¡Ya me extrañaba que el diablo me dejara tranquilo tanto tiempo!» Cuando fue llevado al interrogatorio, le hicieron esta pregunta: «¿Renunciarás a tus doctrinas?», a lo que replicó: «¡Mis doctrinas! No sostengo doctrinas propias; lo que predico son las doctrinas de Cristo, y por estas daré mi sangre, me consideraré feliz de poder padecer por causa de mi Redentor.» Intentaron todos los métodos para hacerle retractarse de su fe y que abrazara los errores de la Iglesia de Roma; pero cuando se encontraron ineficaces las persuasiones y las amenazas, fue sentenciado a muerte, y colgado en la plaza del mercado.

Galeacio, un caballero protestante, que vivía cerca del castillo de San Angelo, fue prendido debido a su fe. Sus amigos se esforzaron tanto que se retractó, y aceptó varias de las supersticiosas doctrinas propagadas por la Iglesia de Roma. Sin embargo, dándose cuenta de su error, renunció públicamente a su retractación. Prendido por ello, fue sentenciado a ser quemado, y en conformidad a esta orden fue encadenado a la estaca, donde fue dejado varias horas antes de poner fuego a la leña, para dejar tiempo a su mujer, parientes y amigos, que le rodeaban, para inducirle a cambiar de opinión. Pero Galeacio retuvo su decisión, y le rogó al verdugo que prendiera fuego a la leña que debía consumirle. Al final lo hizo, y Galeacio fue pronto consumido por las llamas, que quemaron con asombrosa rapidez, y que le privaron del conocimiento en pocos minutos.

Poco después de la muerte de este caballero, muchos protestantes fueron muertos en varios lugares de Italia por su fe, dando una prueba segura de su sinceridad en sus martirios.

Una relación de las persecuciones en Calabria

En el siglo catorce, muchos de los Valdenses de Pragela y del Delfinado emigraron a Calabria, y se establecieron en unos yermos, con el permiso de los nobles de aquel país, y pronto, con un laborioso cultivo, llevaron a varios lugares agrestes y estériles al verdor y a la feracidad.

Los señores calabreses se sintieron extremadamente complacidos con sus nuevos súbditos y arrendatarios, por cuanto eran apacibles, plácidos y laboriosos; pero los sacerdotes de aquel lugar presentaron varias quejas contra ellos en sentido negativo, porque, no pudiendo acusarlos de nada malo que hicieran, basaron sus acusaciones en lo que no hacían, y los acusaron:

De no ser católico-romanos.

De no hacer sacerdotes a ningunos de sus chicos.

De no hacer monjas a ningunas de sus hijas.

De no acudir a Misa.

De no dar cirios de cera a sus sacerdotes como ofrendas.

De no ir en peregrinación.

De no inclinarse ante imágenes.

Sin embargo, los señores calabreses aquietaron a los sacerdotes, diciéndoles que estas gentes eran extremadamente pacíficas, que no ofendían a los católico-romanos, y que pagaban bien dispuestos los diezmos a los sacerdotes, cuyos ingresos habían aumentado considerablemente al acudir ellos al país, y que, consiguientemente, deberían ser los últimos en quejarse de ellos.

Las cosas fueron tolerablemente bien después de esto por unos cuantos años, durante los que los Valdenses se constituyeron en dos ciudades corporadas, anexionando varios pueblos a su jurisdicción. Al final enviaron a Ginebra una petición de dos clérigos; uno para predicar en cada ciudad, porque decidieron hacer una pública confesión de su fe. Al enterarse de esto el Papa, Pío IV, decidió exterminar los de Calabria.

A este fin envió al Cardenal Alejandrino, hombre del más violento temperamento y fanático furioso, junto con dos monjes, a Calabria, donde debían actuar como inquisidores. Estas personas, con sus autorizaciones, acudieron a St. Xist, una de las ciudades edificadas por los Valdenses y, habiendo convocado al pueblo, les dijeron que no recibirían daño alguno si aceptaban a los predicadores designados por el papa; pero que si se negaban perderían sus propiedades y sus vidas; y para que sus intenciones pudieran ser conocidas, se diría una Misa pública aquella tarde, a la que se les ordenaba asistir.

El pueblo de St. Xist, en lugar de asistir a la Misa, huyó a los bosques, con sus familias, frustrando así al cardenal y a sus coadjutores. El cardenal se dirigió entonces a La Garde, la otra ciudad perteneciente a los Valdenses, donde, para que no le pasara como en St. Xist, ordenó el cierre de todas las puertas, y que fueran guardadas todas las avenidas. Se hicieron luego las mismas propuestas a los habitantes de La Garde que se habían hecho a los habitantes de St. Xist, pero con esta artería adicional: el cardenal les aseguró que los habitantes de St. Xist habían accedido en el acto, y aceptado que el papa les designara predicadores. Esta falsedad tuvo éxito, porque el pueblo de La Garde, pensando que el cardenal les decía la verdad, dijo que seguirían de manera exacta el ejemplo de sus hermanos en St. Xist.

El cardenal, habiendo logrado ganar esta victoria engañando a la gente de una ciudad, envió tropas para dar muerte a los de la otra. Así, envió a los soldados a los bosques, para que persiguieran como fieras a los habitantes de St. Xist, y les dio órdenes estrictas de no perdonar ni edad ni sexo, sino matar a todos los que vieran. Las tropas entraron en el bosque, y muchos cayeron víctimas de su ferocidad antes que los Valdenses llegaran a saber sus designios. Finalmente, decidieron vender sus vidas tan caras como fuera posible, y tuvieron lugar varias escaramuzas, en las que los Valdenses, mal armados, llevaron a cabo varias hazañas valerosas, y muchos murieron por ambos lados. Habiendo sido muertos la mayor parte de los soldados en diferentes choques, el resto se vio obligado a retirarse, lo que enfureció tanto al cardenal que escribió al virrey de Nápoles pidiendo refuerzos.

El virrey ordenó inmediatamente una proclamación por todos los territorios de Nápoles, que todos los bandidos, desertores y otros proscritos serían perdonados de sus delitos bajo la condición de que se unieran a la campaña contra los habitantes de St. Xist, y de que estuvieran en servicio de armas hasta que aquella gente fuera exterminada.

Muchos desesperados acudieron a esta proclamación, y, constituidos en compañías ligeras, fueron enviados a explorar el bosque y a dar muerte a todos los que hallaran de la religión reformada. El virrey mismo se unió al cardenal, a la cabeza de un cuerpo de las fuerzas regulares; y juntos hicieron todo lo que pudieron por hostigar a la pobre gente escondida en el bosque. A algunos los atraparon y colgaron de árboles; cortaron ramas y los quemaron, o los abrieron en canal, dejando sus cuerpos para que fueran devorados por las fieras o las aves de rapiña. A muchos los mataron a disparos, pero a la mayoría los cazaron a guisa de deporte. Unos pocos se ocultaron en cuevas, pero el hambre los destruyó en su retirada; así murieron estas pobres gentes, por varios medios, para dar satisfacción a la fanática malicia de sus inmisericordes perseguidores.

Apenas si habían quedado exterminados los habitantes de St. Xist que los de La Garde atrajeron la atención del cardenal y del virrey.

Se les ofreció que si abrazaban la fe católico-romana no se haría daño ni a ellos ni a sus familias, sino que se les devolverían sus casas y propiedades, y que a nadie se le permitiría molestarles; pero que si rehusaban esta misericordia (como la llamaban), se emplearían los medios más extremos y la consecuencia de su no colaboración serían las muertes más crueles.

A pesar de las promesas por una parte, y de las amenazas por el otro, estas dignas personas se negaron unánimes a renunciar a su religión, o a abrazar los errores del papado. Esto exasperó al cardenal y al virrey hasta el punto de que treinta de ellos fueron puestos de inmediato al potro del tormento, para aterrorizar al resto.

Los que fueron puestos en el potro fueron tratados con tal dureza que varios de ellos murieron bajo las torturas; un tal Charlin, en concreto, fue tratado tan cruelmente que su vientre reventó, se desparramaron sus entrañas, y expiró en la más atroz agonía. Pero estas atrocidades no sirvieron para el propósito para el que habían sido dispuestas, porque los que quedaron vivos después del potro, lo mismo que los que no lo habían probado, se mantuvieron constantes en su fe, y declararon abiertamente que ningunas torturas del cuerpo ni terrores de la mente les llevarían jamás a renunciar a su Dios, o a adorar imágenes.

Varios de ellos fueron entonces, por orden del cardenal, desnudados y azotados con varas de hierro; y algunos de ellos fueron despedazados con grandes cuchillos; otros fueron lanzados desde la parte superior de una torre alta, y muchos fueron cubiertos con brea, y quemados vivos.

Uno de los monjes que asistían al cardenal, de un talante natural salvaje y cruel, le pidió permiso para derramar algo de la sangre de aquella pobre gente con sus propias manos, y, siéndole concedido, aquel bárbaro tomó un gran cuchillo, y le cortó el cuello a ochenta hombres, mujeres y niños, con tan poco remordimiento como un carnicero que diera muerte a otras tantas ovejas. Luego dio orden de que cada uno de estos cuerpos fuera descuartizado, los cuartos puestos sobre estacas, y éstas enclavadas en distintas partes de la región, dentro de un radio de treinta millas.

Los cuatro hombres principales de La Garde fueron colgados, y el ministro fue echado desde la parte superior de la torre de su iglesia. Quedó terriblemente mutilado, pero no muerto por la caída; al pasar el virrey por su lado, dijo: «¿Todavía está vivo este perro? Lleváoslo y dadlo a los cerdos», y por brutal que pueda parecer esta sentencia, fue ejecutada de manera exacta.

Sesenta mujeres sufrieron tan violentamente en el potro que las cuerdas les traspasaron sus brazos y pies hasta cerca del hueso; al ser mandadas de vuelta a la cárcel, sus heridas se gangrenaron, y murieron de la manera más dolorosa. Muchos otros fueron muertos mediante los medios más crueles, y si algún católico romano más compasivo que otros intercedía por los reformados, era de inmediato apresado, y compartía la misma suerte como favorecedor de herejes.

Viéndose el virrey obligado a volver a Nápoles, por algunos asuntos importantes que demandaban su presencia, y siendo el cardenal llamado de vuelta a Roma, el marques de Butane recibió la orden de dar el golpe final a lo que ellos habían comenzado; lo que llevó a cabo, actuando con un rigor tan bárbaro que no quedó una sola persona de religión reformada viva en toda Calabria.

Así una gran cantidad de gentes inofensivas y pacíficas fueron privadas de sus posesiones, robadas de sus propiedades, expulsadas de sus hogares, y al final asesinadas de varias maneras, sólo por no querer sacrificar sus conciencias a las supersticiones de otros, ni abrazar doctrinas idolátricas que aborrecían, ni aceptar maestros a los que no podían creer.

La tiranía se manifiesta de tres maneras: la que esclaviza a la persona, la que se apodera de las propiedades, y la que prescribe y dicta a la mente. Las dos primeras clases pueden ser llamadas tiranías civiles, y han sido practicadas por soberanos arbitrarios en todas las edades, que se han deleitado en atormentar a la gente y en robar las propiedades de sus infelices súbditos. Pero la tercera clase, esto es, la que prescribe y dicta a la mente, puede recibir el nombre de tiranía eclesiástica; ésta es la peor clase de tiranía, por incluir las otras dos clases; porque el clero romanista no sólo torturan el cuerpo y roba las propiedades de aquellos a los que persiguen, sino que arrebatan las vidas, atormentan las mentes y, si es posible, impondrían su tiranía sobre las almas de sus infelices victimas.

Relación de persecuciones en los valles del Piamonte

Muchos de los Valdenses, para evitar las persecuciones a las que estaban continuamente sometidos en Francia, fueron y se asentaron en los valles del Piamonte, donde crecieron mucho, y florecieron en gran manera por un espacio considerable de tiempo.

Aunque eran de conducta intachable, inofensivos en su conducta, y pagaban sus diezmos al clero romanista, sin embargo estos no se sentían satisfechos, sino que querían perturbarlos; así, se quejaron al arzobispo de Turín de que los Valdenses de los valles del Piamonte eran herejes, por estas razones:

1. No creían las doctrinas de la Iglesia de Roma.

2. No hacían ofrendas ni oraciones por los muertos.

3. No iban a Misa.

4. Ni se confesaban ni recibían absolución.

5. No creían en el Purgatorio, ni pagaban dinero para sacar las almas de sus amigos de allí.

Por estas acusaciones, el arzobispo ordenó una persecución contra ellos, y muchos cayeron victimas de la supersticiosa furia de los sacerdotes y monjes.

En Turín, destriparon a uno de los reformados, y pusieron sus entrañas en un aguamanil delante de su rostro, donde las vio hasta que expiró. En Revel, estando Catelin Girard atado a la estaca, pidió al verdugo que le diera una piedra, lo que este rehusó, pensando que quería echársela a alguien. Pero Girard le aseguró de que no tenía tal intención, y el verdugo accedió. Entonces Giraid, mirando intensamente a la piedra, le dijo: «Cuando el hombre sea capaz de comer y digerir esta sólida piedra, se desvanecerá la religión por la que voy a sufrir, y no antes.» Luego echó la piedra al suelo, y se sometió con entereza a las llamas. Muchos más de los reformados fueron oprimidos, o muertos, por varios medios, hasta que, agotada la paciencia de los Valdenses, recurrieron a las armas en defensa propia, y se constituyeron en milicias regulares.

Exasperado por esta acción, el obispo de Turín consiguió un número de tropas, y las envió contra ellos, pero en la mayor parte de las escaramuzas y encuentros los Valdenses fueron victoriosos, lo que se debía en parte a que estaban más familiarizados con los pasos de los valles del Piamonte que sus adversarios, y en parte por la desesperación con que luchaban. Porque sabían bien que si eran tomados, no iban a ser considerados como prisioneros de guerra, sino torturados a muerte como herejes.

Al final, Felipe VII, duque de Saboya, y señor supremo del Piamonte, decidió imponer su autoridad, y detener estas sangrientas guerras que tanto perturbaban sus dominios. No estaba dispuesto a quedar mal con el Papa ni a afrentar al arzobispo de Turín; sin embargo, les envió mensajes, diciéndoles que no podía ya más callar al ver como sus dominios eran ocupados por tropas dirigidas por sacerdotes en lugar de oficiales, y mandadas por prelados en lugar de generales; y que tampoco permitiría que su país quedara despoblado, mientras que ni se le había consultado acerca de todas estas acciones.

Los sacerdotes, al ver la resolución del duque, hicieron todo lo que pudieron por volver su mente en contra de los Valdenses; pero el duque les dijo que aunque todavía no estaba familiarizado con la religión de aquellas gentes, siempre los había considerado apacibles, fieles y obedientes, y por ello había decidido que no fueran ya más perseguidos.

Los sacerdotes recurrieron ahora a las falsedades más claras y absurdas; le aseguraron que estaba equivocado con respecto a los Valdenses, porque se trataba de unas gentes de lo más malvado, y entregados a la intemperancia, a la inmundicia, a la blasfemia, al adulterio, incesto y muchos otros crímenes abominables; y que incluso eran monstruos de la naturaleza, porque sus hijos nacían con gargantas negras, con cuatro hileras de dientes y cuerpos peludos.

El duque no estaba tan privado del sentido común como para creerse lo que le decían los sacerdotes, aunque afirmaran de la manera más solemne la veracidad de sus asertos. Sin embargo, envió a doce hombres eruditos y razonables a los valles del Piamonte, para examinar el verdadero carácter de sus moradores.

Estos caballeros, después de viajar por todas sus ciudades y pueblos, y de conversar con gentes de todas las clases entre los Valdenses, volvieron al duque, y le dieron un informe de lo más favorable acerca de aquella gente, afirmando, delante de los mismos sacerdotes que los habían vilipendiado, que eran inocentes, inofensivos, leales, amistosos, laboriosos y piadosos; que aborrecían los crímenes de los que se les acusaba, y que si alguno, por su propia depravación, caía en alguno de aquellos crímenes, sería castigado por sus propias leyes de la manera más ejemplar. «Y con respecto a los niños», le dijeron los caballeros, «los sacerdotes han dicho las falsedades más burdas y ridículas, porque ni nacen con gargantas negras, ni con dientes, ni peludos, sino que son niños tan hermosos como el que más. Y para convencer a su alteza de lo que hemos dicho (prosiguió uno de los caballeros) hemos traído con nosotros a doce de los varones principales, que han acudido a pedir perdón en nombre del resto por haber tomado las armas sin vuestro permiso, aunque en defensa propia, para proteger sus vidas frente a estos implacables enemigos. Y hemos asimismo traído a varias mujeres con niños de varias edades, para que vuestra alteza tenga la oportunidad de examinarlos tanto como quiera.»

El duque, tras aceptar las excusas de los doce delegados, de conversar con las mujeres y de examinar a los niños, los despidió gentilmente. Luego ordenó a los sacerdotes, que habían tratado de engañarle, que abandonaran la corte en el acto, y dio órdenes estrictas de que la persecución cesara a través de sus dominios.

Los Valdenses gozaron de paz por muchos años, hasta la muerte de Felipe duque de Saboya; pero su sucesor resultó ser un fanático papista. Para el mismo tiempo, algunos de los principales Valdenses propusieron que su clero predicara en público, para que todos pudieran conocer la pureza de sus doctrinas. Hasta entonces sólo habían predicado en privado y a congregaciones que sabían con certeza que estaban constituidas sólo por personas de religión reformada.

Al oír estas actuaciones, el nuevo duque se irritó sobremanera, y envió un gran cuerpo de ejército a los valles, jurando que si aquellas gentes no cambiaban de religión, los haría despellejar vivos. El comandante de las tropas pronto vio lo impracticable que era vencerlos con el número de soldados que tenía consigo, y por ello le envió un mensaje al duque diciéndole que la idea de subyugar a los Valdenses con una fuerza tan pequeña era ridícula; que aquella gente conocía mejor el país que cualquiera de los que estaban con él; que se habían apoderado de todos los pasos, que estaban bien armados, y totalmente decididos a defenderse; y que, con respecto a despellejarlos, le dijo que cada piel perteneciente a estas personas le costaría la vida de una docena de los suyos.

Aterrado ante esta información, el duque retiró las tropas, decidiendo no actuar por la fuerza, sino por estratagemas. Por ello, ordenó recompensas por el apresamiento de cualquiera de los Valdenses que pudieran ser hallados extraviados fuera de sus lugares fuertes; y que estos, si eran tomados, fueran o bien despellejados vivos, o quemados.

Los Valdenses tenían hasta entonces sólo el Nuevo Testamento y unos pocos libros del Antiguo en la lengua valdense, pero ahora decidieron completar los escritos sagrados en su propio idioma. Emplearon entonces a un impresor suizo que les supliera una edición completa del Antiguo y Nuevo Testamento en lengua valdesa, lo que hizo por causa de las quince mil coronas de oro, que estas piadosas gentes le pagaron.

Al acceder a la silla pontificia el Papa Pablo III, un fanático papista, de inmediato solicitó al parlamento de Turín que los Valdenses fueran perseguidos como los herejes más perniciosos.

El parlamento accedió en el acto, y varios fueron rápidamente apresados y quemados por orden suya. Entre estos estaba Bartolomé Héctor, librero y papelero de Turín, que había sido criado como católico romano, pero que, habiendo leído algunos tratados escritos por el clero reformado, había quedado enteramente convencido de los errores de la Iglesia de Roma; pero su mente había estado vacilando durante cieno tiempo, y le costaba decidir qué religión abrazar.

Al final, no obstante, abrazó plenamente la religión reformada, y fue prendido, como ya se ha dicho, y quemado por orden del parlamento de Turín.

Ahora el parlamento de Turín celebró una consulta, en la que se acordó enviar delegados a los valles del Piamonte, con las siguientes proposiciones:

1. Que si los Valdenses entraban en el seno de la Iglesia de Roma y abrazaban la religión católico-romana, disfrutarían de sus casas, propiedades y tierras, y vivirían con sus familias, sin la más mínima molestia.

2. Que para demostrar su obediencia, deberían enviar a doce de sus personas principales, con todos sus ministros y maestros, a Turín, para que fueran tratados discrecionalmente.

3. Que el Papa, el rey de Francia y el duque de Saboya aprobaban y autorizaban los procedimientos del parlamento de Turín en esta ocasión.

4. Que si los Valdenses de los valles del Piamonte rehusaban acceder a estas proposiciones, les sobrevendría una persecución, y que su suerte sería una muerte cierta.

A cada una de estas proposiciones respondieron los Valdenses de la siguiente manera:

1. Que ninguna consideración de ninguna clase les llevaría a renunciar a su religión.

2. Que jamás consentirían en entregar a sus mejores y más respetables amigos a la custodia y discreción de sus peores y más inveterados enemigos.

3. Que valoraban más la aprobación del Rey de reyes que reina en el cielo más que cualquier autoridad temporal.

4. Que sus almas les eran de mayor precio que sus cuerpos.

Estas réplicas tan aguzadas y valerosas irritaron mucho al parlamento de Turín; prosiguieron secuestrando, con más avidez que nunca, a los Valdenses que no actuaban con la adecuada precaución, los cuales sufrían las más crueles muertes. Entre estos, desafortunadamente, cayó en sus manos a Jeffery Vamagle, ministro de Angrogne, a quien quemaron vivo como hereje.

Luego pidieron un considerable cuerpo de ejército al rey de Francia para exterminar totalmente a los reformados de los valles del Piamonte; pero cuando las tropas iban a emprender la marcha, los príncipes protestantes de Alemania se interpusieron, y amenazaron con enviar tropas para ayudar a los Valdenses si eran atacados. El rey de Francia, no deseando entrar en una guerra, envió un mensaje al parlamento de Turín comunicándoles que no podía por ahora mandarles tropas para actuar en el Piamonte. Los miembros del parlamento quedaron sumamente trastornados ante este contratiempo, y la persecución fue cesando gradualmente, porque sólo podían dar muerte a los reformados que podían atrapar por casualidad, y como los Valdenses se volvían cada vez más cautos, su crueldad tuvo que cesar por falta de objetos sobre los que ser ejercitada.

Los Valdenses gozaron así de varios años de tranquilidad; pero luego fueron perturbados de la siguiente manera: El nuncio papal llegó a Turín para hablarle al duque de Saboya, y le dijo a aquel príncipe que se sentía asombrado de que todavía no hubiera desarraigado del todo a los Valdenses de los valles del Piamonte, u obligado a entrar en el seno de la Iglesia de Roma. Que no podía dejar de considerar como sospechosa aquella conducta, y que realmente pensaba que era un favorecedor de herejes, y que informaría de ello en consecuencia a su santidad el Papa.

Herido por este reproche, y no dispuesto a que dieran una falsa imagen de él al Papa, el duque decidió actuar con la mayor dureza, para mostrar su celo, y para compensar su anterior negligencia con futuras crueldades. Así, emitió órdenes expresas para que todos los Valdenses asistieran regularmente a Misa, bajo pena de muerte. Esto ellos rehusaron de manera absoluta, y entonces entró en los valles del Piamonte con un ejército imponente, y dio inicio a una feroz persecución, en la que grandes cantidades de Valdenses fueron ahorcados, ahogados, destripados, atados a árboles y traspasados con alabardas, despeñados, quemados, apuñalados, torturados en el potro del tormento hasta morir, crucificados cabeza abajo, devorados por perros, etc.

Los que huyeron fueron privados de todos sus bienes, y sus casas quemadas; se comportaban de manera especialmente cruel cuando atrapaban a un ministro o a un maestro, a los que hacían sufrirías más refinadas e inconcebibles torturas.

Si alguno de ellos parecía vacilar en su fe, no lo mataban, sino que lo enviaban a galeras, para que se convirtieran a golpes de infortunio.

Los más crueles perseguidores que asistían al duque en esta ocasión eran tres: 1) Tomás Incomel, un apóstata, porque había sido criado en la religión reformada, pero renunció a su fe, abrazó los errores del papado, y se volvió monje. Era un gran libertino, entregado a crímenes contra natura, y sórdidamente deseoso del botín de los Valdenses. 2. Corbis, hombre de naturaleza cruel y feroz, cuya actividad era interrogar a los presos. 3. El preboste de justicia, que estaba deseoso de la ejecución de los Valdenses, porque cada ejecución significaba dinero para su bolsillo.

Estas tres personas eran inmisericordes en sumo grado; y doquiera que fueran había la seguridad de que correría la sangre inocente. Aparte de las crueldades ejercidas por el duque, por estas tres personas y por el ejército, en sus diferentes marchas, se cometieron muchas barbaridades a nivel local. En Pignerol, ciudad de los valles, había un monasterio, cuyos monjes, viendo que podían dañar a los reformados con impunidad, comenzaron a saquear las casas y a derribar las iglesias de los Valdenses. Al no encontrar ninguna oposición, se apoderaron de aquellos infelices, asesinando a los hombres, encerrando a las mujeres, y entregando los niños a ayas católico-romanas.

Los habitantes católico-romanos del valle de San Martín hicieron también todo lo que pudieron por atormentar a los vecinos Valdenses. Destruyeron sus iglesias, quemaron sus casas, se apoderaron de sus propiedades, robaron sus ganados, dedicaron las tierras de ellos a sus propios usos, echaron a sus ministros a la hoguera, y a los Valdenses hacia los bosques, donde no tenían para subsistir más que frutos silvestres, raíces, la corteza de los árboles, etc.

Algunos rufianes católico-romanos, habiendo apresado a un ministro que iba a predicar, decidieron llevarlo a un lugar conveniente y quemarlo. Al saberlo sus fieles, los hombres se armaron, se lanzaron en persecución de los rufianes, y parecieron decididos a rescatar a su ministro. Al darse cuenta los malvados, apuñalaron al pobre hombre, y, dejándolo tendido en un charco de sangre, se retiraron precipitadamente. Los atónitos fieles hicieron todo lo posible por salvarlo, pero en vano; el arma había afectado órganos vitales, y expiró mientras lo llevaban de vuelta a casa.

Teniendo los monjes de Pignerol un gran deseo de poner las manos encima de un ministro de una ciudad en los valles, llamada St. Germain, contrataron a una banda de rufianes para que lo secuestraran. Estos tipos fueron conducidos por un traidor, que había sido antes criado del ministro, y que sabía perfectamente un camino secreto a la casa, por el que podía llevarlos sin levantar la alarma del vecindario. El guía llamó a la puerta, y, a la pregunta de quién era, contestó con su propio nombre. El ministro, no esperando daño alguno de una persona a la que había cubierto de favores, abrió de inmediato la puerta. Pero al ver la banda de facinerosos, retrocedió, y huyó hacia una puerta trasera. Pero todos se lanzaron adentro, y lo apresaron. Tras haber asesinado a toda su familia, lo hicieron ir hacia Pignerol, pinchándole durante todo el camino con picas, lanzas, espadas, etc. Fue guardado durante mucho tiempo en la cárcel, y luego encadenado a la estaca para ser quemado; entonces se ordenó a dos mujeres de los Valdenses, que habían renunciado a su religión para salvar sus vidas, que llevaran leña a la hoguera para quemarle; y mientras la preparaban, que dijeran: «Toma esto, malvado hereje, en pago de las perniciosas doctrinas que nos enseñaste.» Estas palabras se las repitieron así ellas a él, a lo que él replicó con calma: «Yo os enseñé bien, pero desde entonces habéis aprendido el mal.»

Entonces aplicaron fuego a la leña, y fue rápidamente consumido, invocando el nombre del Señor mientras la voz se lo permitió.

Mientras las tropas de desalmados que pertenecían a los monjes cometían estos grandes desmanes por la ciudad de St. Germain, asesinando y saqueando a muchos de sus habitantes, los reformados de Lucerna y de Angrogne enviaron algunos cuerpos de hombres armados para ayudar a sus hermanos de St. Germain. Estos cuerpos de hombres armados atacaban con frecuencia a los rufianes, y a menudo los ponían en fuga, lo que aterró tanto a los monjes que dejaron el monasterio de Pignerol por cierto tiempo, hasta que consiguieron un cuerpo de tropas regulares para protegerles.

El duque, viendo que no había conseguido el éxito deseado, aumentó mucho sus tropas; ordenó que las bandas de bandidos que pertenecían a los monjes se unieran a él, y mandó un vaciado general de las cárceles, con la condición de que las personas liberadas portaran armas, y fueran constituidas en compañías ligeras, para ayudar en el exterminio de los Valdenses.

Los Valdenses, informados de estas acciones, reunieron todo lo que pudieron de sus propiedades, y abandonaron los valles, retirándose a las rocas y cuevas entre los Alpes; se debe decir que los valles del Piamonte están situados al pie de aquellas prodigiosas montañas de los Alpes, o montes Alpinos.

El ejército comenzó ahora a saquear e incendiar las ciudades y pueblos donde llegaban; pero las tropas no podían forzar los pasos a los Alpes, que eran defendidos valerosamente por los Valdenses, y que siempre rechazaron a sus enemigos; pero si alguno caía en manos de las tropas, podían tener la certeza de ser tratados con la dureza más salvaje.

Un soldado que atrapó a uno de los Valdenses le arrancó el oído derecho, diciendo: «Me llevaré a mi país este miembro de este malvado hereje, para guardarlo como una rareza.» Luego apuñaló al hombre y lo echó en una acequia.

Una partida de tropas encontró a un venerable hombre, de alrededor de cien años, junto con su nieta, una muchacha de unos dieciocho años, ocultos en una cueva. Asesinaron al pobre anciano de la manera más cruel, y luego intentaron violar a la muchacha; pero ella emprendió la huida a la carrera; al verse perseguida, se echó por un precipicio y pereció.

Los Valdenses, a fin de poder repeler la fuerza con la fuerza de manera más eficaz, concertaron una alianza con los poderes protestantes de Alemania y con los reformados del Delfinado y de Pragela. Estos iban respectivamente a suplir fuerzas armadas, y los Valdenses decidieron, reforzados de esta manera, abandonar los Alpes (donde habrían pronto perecido, porque se avecinaba el invierno), y forzar a los ejércitos del duque a evacuar sus valles natales.

El duque de Saboya estaba ya cansado de la guerra; le había costado muchas fatigas y ansiedades, muchos hombres, y grandes cantidades de dinero. Había sido mucho más larga y sangrienta de lo que había esperado, así como también más cara de lo que se hubiera podido imaginar al principio, porque pensó que el saqueo iba a pagar los gastos de la expedición; pero en esto se equivocó, porque fueron el nuncio papal, los obispos, monjes y otros clérigos, que asistieron al ejército y alentaron la guerra, los que se quedaron con la mayor parte de las riquezas que habían sido tomadas bajo diversas pretensiones. Por esta razón, y por la muerte de la duquesa, de la que acababa de enterarse, y temiendo que los Valdenses, por los tratados que habían concertado, fueran a volverse más poderosos que nunca, decidió volver a Turín con su ejército, y hacer la paz con los Valdenses.

Cumplió esta resolución, aunque muy en contra de la voluntad de los clérigos, que eran los mayores ganadores y los más complacidos con la venganza. Antes de poder ser ratificados los artículos de paz, el duque mismo murió, poco después de volver a Turín; pero en su lecho de muerte dio estrictas instrucciones a su hijo de acabar lo que él había comenzado, y que fuera lo más favorable posible a los Valdenses.

El hijo del duque, Carlos Manuel, sucedió a los dominios de Saboya, y ratificó plenamente la paz con los Valdenses, siguiendo las últimas instrucciones de su padre, aunque los clérigos hicieron todo lo que pudieron para persuadirle de lo contrario.

Una relación de las persecuciones en Venecia

Mientras que el estado de Venecia estuvo libre de inquisidores, un gran número de protestantes fijaron allí su residencia, y hubo muchos convertidos por causa de la pureza de las doctrinas que profesaban, y de la apacibilidad de la conducta que observaban.

Al ser el Papa informado del gran auge del protestantismo envió inquisidores a Venecia en el año 1542, para indagar en esta cuestión y prender a los que pudieran considerar personas perniciosas. Con esto comenzó una severa persecución, y muchas personas dignas fueron martirizadas por servir a Dios con pureza, escarneciendo los paramentos de la idolatría.

Fueron varias las maneras en que se les quitó la vida a los protestantes; pero describiremos un método particular, que fue inventado por primera vez para esta ocasión; tan pronto como se pronunciaba sentencia, se le ponía al preso una cadena de hierro que atravesaba una gran piedra atada a su cuerpo. Luego era puesto plano sobre una plancha de madera, cara arriba, y lo remaban entre dos barcas hasta cierta distancia mar adentro, cuando las dos barcas se separaban, y era hundido al fondo por el peso de la piedra.

Si alguien rechazaba la jurisdicción de los inquisidores en Venecia, era enviado a Roma, donde era echado a propósito en unas mazmorras llenas de humedad, nunca llamados a juicio, con lo que morían miserablemente de inanición en la cárcel.

Un ciudadano de Venecia, Antonio Ricetti, prendido como protestante, fue sentenciado a ser ahogado de la manera ya descrita. Pocos días antes de la fecha señalada para su ejecución, su hijo fue a verle, y le suplicó que se retractara, para que salvara la vida, y él mismo no se quedara huérfano. A esto el padre le contestó: «Un buen cristiano tiene el deber de entregar no sólo sus bienes y sus hijos, sino la vida misma, por la gloria de su Redentor; por esto, estoy resuelto a sacrificarlo todo en este mundo pasajero, por amor a la salvación en un mundo que permanecerá eternamente.»

Los señores de Venecia también le hicieron saber que si abrazaba la religión católico-romana, no sólo le darían su vida, sino que redimirían una considerable finca que él había hipotecado, y se la darían como presente. Sin embargo, rehusó en absoluto aceptar tal cosa, enviando recado a los nobles de que valoraba más su alma que todas las otras consideraciones; al decírsele que un compañero de prisión llamado Francisco Sega se había retractado, respondió: «Si ha abandonado a Dios, le compadezco; pero yo me mantendré firme en mi deber.» Viendo inútiles todos los esfuerzos por persuadirle a renunciar a su fe, fue ejecutado en conformidad a la sentencia, muriendo animosamente, y encomendando fervorosamente su alma al Omnipotente.

Lo que se le había dicho a Ricetti acerca de la apostasía de Francisco Sega era absolutamente falso, porque jamás había ofrecido retractarse, sino que se mantuvo firme en su fe, y fue ejecutado, pocos días después de Ricetti, y de la misma manera.

Francisco Spinola, un caballero protestante de gran erudición, prendido por orden de los inquisidores, fue llevado delante de su tribunal. Le pusieron entonces un tratado acerca de la Cena del Señor, preguntándole si conocía a su autor. A esto él contestó: «Me confieso su autor, y al mismo tiempo afirmo solemnemente que no hay una línea en ello sino lo que está autorizado por y es consonante con las Sagradas Escrituras. » Por esta confesión fue enviado incomunicado a una mazmorra durante varios días.

Hecho comparecer para un segundo interrogatorio, acusó al legado del Papa y a los inquisidores de ser unos bárbaros inmisericordes, y luego puso las supersticiones e idolatrías practicadas por la Iglesia de Roma bajo una luz tan fulgurante que nadie pudo refutar sus argumentos; luego lo mandaron a su mazmorra, para hacerle arrepentirse de lo que había dicho.

En su tercer interrogatorio le preguntaron si iba a retractarse de sus errores. Les respondió entonces que las doctrinas que mantenía no eran erróneas, siendo puramente las mismas que habían enseñado Cristo y Sus apóstoles, y que nos habían sido transmitidas en las escrituras sagradas. Los inquisidores le sentenciaron entonces a morir ahogado, lo que se ejecutó de la manera ya descrita. Fue a la muerte con la mayor serenidad, pareciendo anhelar la disolución, y declarando que la prolongación de su vida sólo servía para demorar aquella verdadera felicidad que sólo podía esperarse en el mundo venidero.

Una relación de varias personas notables que fueron martirizadas en distintas partes de Italia, por causa de su religión.

Juan Mollius había nacido en Roma, de padres de buena posición social. A los doce años lo ingresaron en el monasterio de los Frailes Grises, donde hizo un progreso tan rápido en las artes, las ciencias y los idiomas que a los dieciocho años le permitieron tomar el orden sacerdotal.

Fue enviado a Ferrara donde, después de estudiar durante seis años más, fue designado lector teológico en la universidad de aquella ciudad. Pero ahora, desafortunadamente, empleaba sus talentos para disfrazar las verdades del evangelio y para recubrir los errores de la Iglesia de Roma. Tras pasar algunos años de residencia en Ferrara, pasó a la universidad de Bononia, en la que vino a ser profesor. Al leer algunos tratados escritos por ministros de la religión reformada, se hizo plenamente consciente de los errores del papado, y pronto se volvió un celoso protestante en su corazón.

Decidió ahora exponer, siguiendo la pureza del Evangelio, la Epístola de San Pablo a los Romanos en un curso regular de sermones. El apiñamiento de gentío que seguía de continuo su predicación era sorprendente, pero cuando los sacerdotes supieron el tenor de sus doctrinas, enviaron una relación del asunto a Roma, con lo que el Papa envió un monje, llamado Cornelio, a Bononia, para exponer la misma epístola según los artículos de la Iglesia de Roma. Sin embargo, la gente encontró tal disparidad entre los dos predicadores que la audiencia de Mollius aumentó, y Cornelio se vio obligado a predicar a bancos vacíos.

Cornelio escribió una comunicación de su nulo éxito al Papa, que inmediatamente envió una orden para prender a Mollius, que fue apresado, y guardado incomunicado. El obispo de Bononia le mandó decir que debía retractarse o ser quemado; pero él apeló a Roma, y fue enviado allá.

En Roma rogó que se le concediera tener un juicio público, pero el Papa se negó categóricamente a ello, y le ordenó que diera cuenta de sus opiniones por escrito, lo que él hizo bajo los siguientes encabezamientos:

Pecado original. Libre albedrío. La infalibilidad de la Iglesia de Roma. La infalibilidad del Papa. La justificación por la fe. El Purgatorio. La transubstanciación. La Misa. La confesión auricular. Las oraciones por los muertos. La hostia. Las oraciones por los santos. Las peregrinaciones. La extremaunción. Los servicios en una lengua desconocida, etc. etc.

Todo ello lo confirmó en base de la autoridad de las Escrituras. El Papa, en esta ocasión y por razones políticas, lo puso en libertad, pero poco después lo hizo prender y ejecutar, siendo primero ahorcado, y luego su cuerpo quemado hasta ser reducido a cenizas, el 1553 d.C.

Al año siguiente fue prendido Francisco Gamba, un lombardo, de religión protestante, y condenado a muerte por el senado de Milán. En el lugar de la ejecución un monje le presentó una cruz, y él le dijo: «Mi mente está tan llena de los verdaderos méritos y de la bondad de Cristo que no quiero emplear un trozo de palo insensible para traérmelo a la mente.» Por decir esto le horadaron la lengua, y luego lo quemaron.

En el 1555 d.C., Algerio, estudiante en la universidad de Padua, y hombre de gran erudición, hizo todo lo que estaba en su poder por convertir a otros. Por estas acciones fue acusado de herejía delante del Papa, y, prendido, fue echado en la cárcel de Venecia.

El Papa, informado de la gran erudición de Algerio, y de sus sorprendentes capacidades innatas, pensó que sería de infinito servicio a la Iglesia de Roma si lograba persuadirle de abandonar la causa protestante. Por ello, lo hizo traer a Roma, e intentó, mediante las promesas más profanas, de ganarlo a sus propósitos. Pero al ver inútiles sus esfuerzos, ordenadas, abrasaron y quemaron su carne todo el resto del camino. Al llegar al lugar de la ejecución besó las cadenas que iban a atado a la estaca. Al presentarle un monje la figura de un santo, la golpeó echándola a un lado, y luego, encadenado en la estaca, le encendieron la leña, y pronto quedó reducido a cenizas.

Poco después de la ejecución acabada de mencionar, un venerable anciano, que había sido mucho tiempo preso de la Inquisición, fue condenado a la hoguera, y sacado para ser ejecutado. Cuando estaba ya encadenado a la estaca, un sacerdote le sostuvo un crucifijo delante, y le dijo: «Como no me quites este ídolo de delante de la vista, me obligarás a escupirle.» El sacerdote le reprendió por hablar tan duramente, pero él le dijo que recordara el Primer y el Segundo Mandamiento y que se apartara de la idolatría, como Dios mismo había mandado. Fue entonces amordazado, para que no hablara ya más, y poniéndose fuego a la leña, sufrió el martirio en las llamas.

Una relación de las persecuciones en el Marquesado de Saluces

El Marquesado de Saluces, en el límite meridional de los valles del Piamonte, estaba, en el año 1561, principalmente habitado por protestantes; entonces el marqués, propietario de aquellas tierras, comenzó una persecución contra ellos, por instigación del Papa. Comenzó desterrando a los ministros, y si alguno de ellos rehusaba abandonar a su grey, podían tener la certeza de ser encarcelados y torturados con severidad. Sin embargo, no llegó tan lejos como para dar muerte a nadie.

Poco después el marquesado cayó en posesión del duque de Saboya, que envió cartas circulares a todas las ciudades y pueblos, diciendo que esperaba que todo el pueblo se conformara a ir a Misa.

Los habitantes de Saluces, al recibir esta carta, le enviaron como respuesta una epístola general.

El duque, tras leer la carta de ellos, no interrumpió a los protestantes por algún tiempo; pero al final les envió una comunicación diciéndoles que o bien se conformaban a la Misa, o bien deberían dejar sus dominios en quince días. Los protestantes, ante este inesperado edicto, enviaron un representante ante el duque para lograr su revocación, o al menos que fuera moderado. Pero fueron vanas sus protestas, y se les dio a entender que el edicto era absoluto.

Algunos fueron lo suficientemente débiles como para aceptar ir a Misa a fin de evitar el destierro y preservar sus propiedades; otros se fueron, con todas sus posesiones, a otros países; y muchos dejaron pasar el tiempo de tal manera que se vieron obligados a abandonar todo lo que tenían de valor, y a dejar el marquesado a toda prisa. Los infelices que quedaron atrás fueron apresados, saqueados, y muertos.

Una relación de las persecuciones en los valles del Piamonte en el siglo diecisiete

El Papa Clemente VIII envió misioneros a los valles del Piamonte para inducir a los protestantes a renunciar a su religión. Estos misioneros erigieron monasterios en varias partes de los valles, y provocaron muchos problemas en los de los reformados, donde los monasterios aparecieron no sólo como fortalezas para dominar, sino también como refugios para todos los que les hicieran cualquier daño.

Los protestantes hicieron una petición al duque de Saboya contra estos misioneros, cuya insolencia y malos tratos se habían hecho intolerables; pero en lugar de hacerles justicia, prevaleció el interés de los misioneros hasta el punto de que el duque publicó un decreto, en el que declaró que un solo testigo sería suficiente en un tribunal contra un protestante, y que cualquier testigo que pudiera lograr la convicción de un protestante por el crimen que fuera tendría derecho a cien coronas.

Se puede imaginar fácilmente que al publicarse un decreto de esta naturaleza muchos protestantes cayeron mártires ante el perjurio y la avaricia; porque varios papistas villanos estaban dispuestos a jurar cualquier cosa contra un protestante por amor a la recompensa, y luego ir veloces a sus sacerdotes a obtener la absolución por sus falsos juramentos. Si algún católico romano con más conciencia que el resto censuraba a esos sujetos por sus atroces crímenes, se veía en peligro de ser él mismo denunciado y expuesto como favorecedor de herejes.

Los misioneros hicieron todo lo posible por conseguir los libros de los protestantes, para quemarlos; Haciendo estos todo lo posible por esconderlos, los misioneros escribieron al duque de Saboya, el cual, para castigar a los protestantes por el horrendo crimen de no entregar sus Biblias, libros de oración y tratados religiosos, envió a unas compañías de soldados para que se acuartelaran en sus casas. Estos militares causaron graves destrozos en las casas de los protestantes, y destruyeron tanta cantidad de alimentos y bienes que muchas familias quedaron totalmente arruinadas.

Para alentar tanto como fuera posible la apostasía de los protestantes, el duque de Saboya hizo una proclamación en la que decía: «Para alentar a los herejes a volverse católicos, es nuestra voluntad y beneplácito, y así lo mandamos expresamente, que todos los que abracen la santa fe Católica Romana gozarán de una exención de todos y cada uno de los impuestos por espacio de cinco años, a partir del día de su conversión.» El duque de Saboya estableció también un tribunal, llamado consejo para la extirpación de herejes. Este tribunal debía hacer indagaciones acerca de los antiguos privilegios de las iglesias protestantes, y de los decretos que se hablan promulgado, de tanto en tanto, en favor de los protestantes. Pero la investigación de estas cosas se hizo con la más descarada parcialidad: se manipuló el sentido de las viejas cartas de derechos, y se emplearon sofismas para pervertir el sentido de todo aquello que tendía a favorecer a los reformados.

Como si todas estas duras acciones no fueran suficientes, el duque publicó poco después otro edicto en el que se mandaba de manera estricta que ningún protestante podía ser maestro, o tutor, ni en público ni en privado, y que no podía osar enseñar arte, ni ciencia ni lengua algunos, ni directa ni indirectamente, a nadie, fuera cual fuera su religión.

Este edicto fue seguido de inmediato por otro que decretaba que ningún protestante podía ocupar puesto alguno de beneficio, confianza u honor. Para dejarlo todo atado, y como prenda cierta de una cercana persecución, se promulgó un edicto final en el que se ordenaba positivamente que todos los protestantes debían ir a Misa.

La publicación de un edicto con esta orden puede compararse con el izamiento de la bandera roja; porque la consecuencia cierta del mismo tenía que ser el asesinato y el saqueo. Uno de los primeros en atraer la atención de los papistas fue Sebastián Basan, un celoso protestante, que fue prendido por los misioneros, encerrado, atormentado por espacio de quince meses, y luego quemado.

Antes de esta persecución, los misioneros habían empleado secuestradores para robar hijos a los protestantes, para poderlos criar secretamente como católicos romanos; pero ahora arrebataban a los hijos por la fuerza, y si encontraban ninguna resistencia, asesinaban a los padres.

Para dar mayor fuerza a la persecución, el duque de Saboya convocó una asamblea general de los nobles y gentilhombres católico-romanos, en la que se promulgó un solemne edicto contra los reformados, conteniendo muchos artículos, e incluyendo varias razones para extirpar a los protestantes, entre las que se daban las siguientes:

1. Por la preservación de la autoridad papal.

2. Para que todas las rentas eclesiásticas estuvieran bajo una forma de gobierno.

3. Para unir a todos los partidos.

4. En honor de todos los santos y de las ceremonias de la Iglesia de Roma.

Este severo edicto fue seguido por una cruel orden, publicada el 25 de enero del 1655 d.C., bajo la sanción del duque, por Andrés Gastaldo, doctor en leyes civiles. Esta orden establecía «Que todos los cabezas de familia, con los componentes de aquellas familias, de la religión reformada, fuera cual fuera su rango, fortuna o condición, sin excepción alguna, de los habitantes y poseedores de tierras en Lucerna, St. Giovanni, Bibiana, Campiglione, St. Secondo, Lucerna, La Torre, Fenile y Bricherassio, debían, en el término de tres días de la publicación de la orden, retirarse y partir, y ser echados de los dichos lugares, y llevados a los lugares y límites tolerados por su alteza durante su beneplácito; en particular Bobbio, Angrogne, Vilario, Rorata y el condado de Boneti.

»Todo esto debía llevarse a cabo bajo pena de muerte y confiscación de casa y bienes, a no ser que dentro del plazo se convirtieran en católicos romanos.»

Ya se puede concebir que una huida con tan breve plazo, en medio del invierno, no fuera tarea grata, especialmente en un país casi rodeado de montañas. La repentina orden afectaba a todos, y cosas que apenas si habrían sido observadas en otras ocasiones ahora aparecían de manera evidente. Mujeres embarazadas, o mujeres que acababan de dar a luz, no constituían excepciones para esta súbita orden de destierro, porque todos estaban incluidos en ella; y, desafortunadamente, aquel invierno era inusitadamente severo y riguroso.

Pero los papistas expulsaron a la gente de sus moradas el día señalado, sin ni siquiera permitirles suficientes ropas para abrigarse; muchos murieron en los montes debido a la dureza del clima, o por falta de alimentos. Algunos que se quedaron atrás después de la ejecución del edicto encontraron el trato más duro, asesinados por los habitantes papistas, o muertos a tiros por las tropas acuarteladas en los valles. Una descripción particular de estas crueldades aparece en una carta, escrita por un protestante que estaba en el lugar, pero que felizmente escapó de la matanza. «Habiéndose instalado el ejército (nos dice él), en el lugar, aumentó en número por la adición de una multitud de los habitantes papistas de lugares vecinos, que al v9r que éramos presa para el botín, se lanzaron sobre nosotros con furioso ímpetu. Aparte de las tropas del duque de Saboya y de los habitantes papistas había algunos regimientos de auxiliares franceses, algunas compañías de las brigadas irlandesas, y varias bandas de fueras de la ley, contrabandistas y presos, a los que se les había prometido perdón y libertad en este mundo, y absolución en el venidero, por ayudar en el exterminio de los protestantes del Piamonte.

»Esta multitud armada, alentada por los obispos y monjes católico-romanos, cayó sobre los protestantes de la manera más furiosa. Nada se podía ver ahora sino rostros horrorizados y desesperados; la sangre teñía los suelos de las casas, las calles estaban llenas de cadáveres; se oían gemidos y clamores por todas partes. Algunos se armaron y se enfrentaron a las tropas; y muchos, con sus familias, huyeron a los montes. En un pueblo atormentaron cruelmente a ciento cincuenta mujeres y niños después que los hombres hubieron huido, descabezando a las mujeres y descerebrando a los niños. En los pueblos de Vilario y Bobbio tomaron a la mayoría de los que habían rehusado ir a Misa, de quince años para arriba, y los crucificaron cabeza abajo; y la mayoría de los que estaban por debajo de aquella edad fueron estrangulados.»

Sara Rastignole des Vignes, una mujer de sesenta años, apresada por algunos soldados, recibió la orden de que les rezara a algunos santos; al rehusar, le clavaron una hoz en el vientre, la destriparon, y luego le cortaron la cabeza.

Martha Constantine, una hermosa joven, fue tratada con gran indecencia y crueldad por varios de los soldados, que primero la violaron, y luego la mataron cortándole los pechos. Luego los frieron, y se los dieron a algunos de sus camaradas, que los comieron sin saber de qué se trataba. Cuando los hubieron comido, los otros les dijeron qué era aquel plato, y surgió una pelea, salieron a relucir las espadas, y se dio una batalla. Varios fueron muertos en la pelea, la mayoría de ellos aquellos que habían tomado parte en esta horrenda muerte de la mujer, y que habían cometido un engaño tan inhumano contra sus propios compañeros.

Algunos de los soldados prendieron a un hombre de Thrassiniere, y le traspasaron los oídos y los pies con sus espadas. Luego le arrancaron las uñas de los dedos de las manos y de los pies con tenazas al rojo vivo, lo ataron a la cola de un asno, y lo arrastraron por las calles; finalmente le ataron una cuerda alrededor de la cabeza, y la sacudieron con un palo con tal violencia que la arrancaron del cuerpo.

Pedro Symonds, un protestante de unos ochenta años, fue atado por el cuello y los talones, y luego echado a un precipicio. En su caída, la rama de un árbol prendió las cuerdas que le ataban, y quedó colgando entre cielo y tierra, de manera que languideció durante varios días, y finalmente murió de hambre.

Por rehusar renunciar a su religión, Esay Garcino fue cortado a trozos. Los soldados decían, bromeando, que lo habían hecho picadillo. Una mujer, llamada Armanda, fue descuartizada, y luego sus miembros fueron colgados sobre un vallado. Dos ancianas fueron destripadas y luego dejadas en el campo sobre la nieve, donde murieron; y a una mujer muy anciana, que era deforme, le cortaron la nariz y las manos, y fue dejada para que se desangrara hasta morir.

Muchos hombres, mujeres y niños fueron echados desde las rocas y estrellados. Magdalena Bertino, una mujer protestante de La Torre, fue desnudada totalmente, le ataron la cabeza entre las piernas, y fue lanzada por un precipicio. A María Raymondet, de la misma ciudad, le fueron cortando las carnes de los huesos hasta que expiró.

Magdalena Pilot, de Vilario, fue descuartizada en la cueva de Castolus; a Ana Chaiboniere le traspasaron el cuerpo con un extremo de una estaca, y, fijando el otro extremo en el suelo, fue dejada morir así. A Jacobo Perrin, un anciano, de la iglesia de Vilario, y a su hermano David, los despellejaron vivos.

Un habitante de La Torre, llamado Giovanni Andrea Michialm, fue prendido, con cuatro de sus niños, y tres de ellos fueron descuartizados delante de él; los soldados le preguntaban, tras la muerte de cada niño, si estaba dispuesto a cambiar de religión; a esto se negó constantemente. Uno de los soldados tomó entonces al último y más pequeño por los pies, y, haciéndole la misma pregunta al padre, éste le replicó de la misma manera, y aquella bestia inhumana estrelló al niño rompiéndole la cabeza. En aquel mismo momento, el padre se separó bruscamente de ellos y emprendió la huida; los soldados le dispararon, pero fallaron; él, corriendo a toda velocidad, escapó, y se ocultó en los Alpes.